Inventar
La filosofía debe dar cuenta de lo que lee y también darse cuenta de ese rendir cuentas, pero no se limita a la glosa crítica, la acotación o el escolio, sino que verdaderamente cuenta, narra. Creo que una de las aportaciones fundamentales de la intelectualidad moderna es el reconocimiento de que es posible una filosofía narrativa -la expresión es de Schelling- frente al pensamiento especulativo con ambiciones de sistema total. Filosofía narrativa: es decir, ue cuenta la verdad del texto (en el sentido perspectivista antes apuntado), pero también que cuenta de verdad su texto, es decir, que lo inventa. ¿En qué consiste eso de inventar? Por lo pronto, es lo contrario de reproducir, de repetir. El texto, la Idea, el mutuo sostén, no son el puro archivo de lo siempre idéntico, sino el lugar de posibilidad de lo radicalmente nuevo. Inventar el cuento de lo leído es contarlo desde el punto de vista del sujeto. Aquí se separan los caminos de la filosofía de los de la ciencia, pues ésta aspira a contar lo leído desde lo necesario, es decir, desde el objeto, objetivamente. El amigo de la sabiduría -según dice la irónica restricción clásica- no es el que proclama y coordina las leyes de lo necesario, es decir, lo que garantiza al objeto como auténtico objeto, sino el que cuenta las hazañas innovadoras de lo posible, esto es, lo que hace al sujeto verdadero sujeto. Al objeto todo le viene de fuera, todo se le vuelven determinaciones, todo le fija: el objeto está formado por sus mecanismos de estabilidad. El objeto debe permanecer siendo siempre idéntico a sí mismo; la objetividad es garantía de identidad, de que la cosa es lo que es y no otra cosa, de que la definición es válida. El objeto es una definición existente, si tal paradoja puede imaginarse sin demasiada inconsistencia. El sujeto, en cambio, es vocación permanente de autotransformación, modificación constante de lo dado, indefinición de lo una vez definido. La primordial tarea del sujeto es hacerse distinto de sí mismo o, para decirlo con la expresión hegeliana, "no ser lo que es y ser lo que no es". Esto no significa que el sujeto sea lo puramente indeterminado, lo plenamente inestable, sino que es más bien lo que tiende permanentemente a indeterminarse, a no dejarse agotar por ningún juego de determinaciones, a desestabilizar su propio establecimiento: y también a autoinstaurarse, a redefinirse de nuevo, a inventarse una y otra vez. Los objetos son el correlato de la ley de lo necesario, mientras que los sujetos son la exigencia permanente de lo posible.
Contar lo leído desde el sujeto, inventar la narración para mantener abierta la posibilidad innovadora, esto es lo peculiar de la filosofía en tanto que creación. También se trata de construir, evidentemente, de ordenar, de articular el juego de las ideas en torno a nuevos núcleos de fuerza o de impulsar potencialidades teóricas que los intereses de otros sujetos habían descuidado. Lo peculiar de la invención filosófica es precisamente no conformarse con esa abstracta y desligada desnudez de las cosas que el lenguaje común llama "lo concreto", sino buscar la verdadera concreción, esto es, la relación de cada fragmento con la totalidad posible del discurso: el filósofo aspira a agotar la contradicción de la cosa, a hacer estallar completamente lo que encierra su aporía. Esa pretensión totalizadora tropieza constantetemente con el mentís que la objetualidad idéntica y repetitiva de lo necesario opone a la subjetividad, autotransformadora e indeterminada; el compromiso nunca logra anudarse a plena satisfacción de ambas partes, ni cuando el sujeto se define y determina por mor de lo necesario, objetivándose con docilidad desconsolada, ni cuando instituye su objeto de manera tan fluida y semoviente que lo convierte en pura prolongación de su propia inquietud. Por ello, el centro de lectura y de invención de la filosofía se desplaza constantemente, buscando nuevos niveles textuales des los que enfocar globalmente el material simbólico del que ha de dar cuenta. La clausura de esta posibilidad de desplazamiento, que es un avatar más del aniquilador discurso de la Verdad Única, supone una recaída en la ingenuidad prefilosófica, incluso cuando adquiere una forma tan grandiosa; sutil y reforzada como en el sistema hegeliano. Es tarea del filósofo recordar en todo momento que ningún texto ni ninguna acumulación o colección de textos, ningún ordenamiento ni trabazón de datos, puede concluir lo posible ni puede tampoco determinar en una única dirección y de una vez por todas -tal como propone el mito del progreso- el sentido de la posibilidad. Y esto nos lleva directamente al problema de la legitimación del discurso filosófico. Si no hay esa Verdad Única que el sistema instaura con sospechoso apresuramiento, si la invención de lo posible permanece abierta sin cesar, ¿cómo legitimar una opción de lectura frente a las otras? ¿Cómo saber a qué carta quedarse y cómo justificar esa elección? Porque del hecho de que la posibilidad de lo nuevo funcione realmente como motor de la lectura filosófica creadora, no se sigue que cualquier invención sea igualmente válida o que todo venga a dar más o menos lo mismo. Lo cierto sería más bien lo contrario: no sólo no da todo lo mismo, sino que nuestro propio interés por unas determinadas invenciones y nuestra indiferencia o desprecio por otras es el fundamento de legitimación al que en último término nos vemos abocados. Un discurso es verdadero cuando yo lo quiero como tal, cuando es verdad para mí.
Aquí se echará de menos inmediatamente la objetividad, otro nombre de esa Verdad Única ante la que los diferentes particulares tienen que doblegarse. Es curioso: nunca falta alguien para llorar por la objetividad perdida y el zaherido criterio de verdad determinado intersubjetivamente -¡vamos al caos!-, pero, en cambio, nadie suele reclamar el interés personal que en el mundo de la objetividad desaparece. Porque es precisamente en el ámbito de lo objetivo donde todo nos da igual, tanto lo verdadero como lo falso o lo erróneo: ¿qué nos va ya en todo eso? Kierkegaard, sin embargo, era uno de esos pocos que echan de menos el interés peculiar y subjetivo cuando éste desaparece ante el peso de la identidad sintética: "Los hombres se han hecho demasiado objetivos para obtener la bienaventuranza eterna, pues la bienaventuranza eterna consiste justamente en un interés personal infinitamente apasionado. Y se renuncia a esto con el fin de ser objetivo. La objetividad despoja el alma de su pasión y de su interés personalmente infinito". La recuperación del interés infinitamente personal y apasionado es precisamente el objetivo de la filosofía narrativa y también su baremo de legitimación; a esto se refería Nietzsche cuando dijo que <<el criterio de la verdad está en el aumento del sentimiento de fuerza>>. Todo esto es profundamente antiplatónico, como pueden ustedes ver, y también anticonceptual y anticientífico. Y, sin embargo, me parece la única manera de no clausurar la libre innovación de lo posible. Porque la presencia de la posibilidad no puede garantizarse por medio de ningún sistema ni deducirse de determinadas premisas ni establecerse de modo objetivo alguno: sólo puede ejemplificarse en la invención narrativa,que aporta el testimonio de una experiencia de lectura radical e irreductiblemente nueva; el relato de esta experiencia debe dar lugar a nuevas formas, configuraciones distintas de lo simbólico, un estilo intransferible. Y, desde fuera, nada ha de venir a disculparnos del riesgo de tener que comprometer nuestro interés infinitamente apasionado como fundamento a nuestras verdades, de las verdades que hemos inventado a partir de lo leído.
Olvidar
Entre la lectura y la invención es necesario franquear el puente del olvido. Quien no puede olvidar que, de un modo u otro, ha leído lo que cuenta, se asfixia en la repetición puntillosa o se esteriliza en el academicismo. El peso de todo lo que recibe ya pensado, establecido, razonado, refutado, explicado... le abruma con la fascinación de sus inagotables espejos. El bosque de las Ideas y las Formas acuñadas en el pasado no le deja ver los nuevos brotes que su subjetividad y su interés apasionado pugna por hacer crecer. Ante el agobiado por la memoria minuciosa de lo leído se abren dos caminos, ambos mutiladores de la auténtica fuerza que quiere desarrollar lo posible: por un lado, la reiteración maniática de lo ya dicho, su recensión neuróticamente fiel (como si la fidelidad misma no fuese una obsesión inalcanzable porque es en último término incomprensible: ¿fiel a qué? y ¿fiel a quién?), la exactitud en la repetición como criterio de verdad, el mundo ya acabado, clausurado ad initio, en el que ya no cabe sino la exégesis inacabable de las palabras enigmáticas y definitivas del Maestro; la segunda opción es la comezón devoradora de la originalidad, el sueño devastador de la tabula rasa, la ruptura de todos los lazos y la denuncia triunfal de cualquier filiación con lo anterior, el acuñamiento febril de nuevas terminologías, de jergas cuyo único secreto es la aspiración misma al secreto... En el primer caso, todo debe ser reducido a las fórmulas canónicas o declarado falso, según el bárbaro dilema que llevó al Califa a incendiar la biblioteca de Alejandría; en el segundo, es preciso maquillar cada idea y cada razonamiento para que no revele sus inevitables arrugas y se mantenga la ilusión de la perfecta juventud. Ambos casos son variantes de una misma reverencia al mito del origen, del cual no hay que salir ni avanzar -para no perderlo- o que hay que reimplantar por decreto cada mañana. Y también ambas posturas suponen una misma concepción de la cultura como deuda infinita que nada puede satisfacer y que , por tanto, exige sacrificar toda la vida en pago o negarla de plano, pero sin dejar de oponerse cotidianamente a su implacable demanda. Lo leído se convierte así en una maldición esterilizadora y en un obstáculo a la invención, en lugar de brindar el elemento adecuado para que el juego de la intimidad y su expresión simbólica, cuyo objetivo final es el reconocimiento de lo humano como creación libre, se efectúe de la manera más jugosa y gratificante.
Olvidar el origen ajeno de lo leído es saber que la deuda ya ha sido saldad: estamos en paz con la cultura, al manejarla, prolongarla y reinventarla. Nuestra visión es irrepetible, pero la imagen caleidoscópica que propugnamos recoge en una combinación insólita fragmentos de muy viejos cristales, quizá mucho más antiguos que los nombres que firman la versión que de ellos ha llegado hasta nosotros. Una buena forma de olvido es el arte de la cita, por medio del cual la rememoración se convierte en reinvención desde la perfecta inocencia del apropiamiento despreocupado. Elegir es recrear, como bien supo Pierre Ménard, que olvidó a Cervantes y reescribió el quiijote sin que le temblara el pulso. Es precisamente nuestra identificación apasionada con lo leído lo que permite olvidar que nos viene de otro y nos hace negar que nadie tenga mejor derecho a ello que nosotros mismos. Nuestras preferencias son más verdaderamente nuestras ue la mayoría de composiciones que producimos y, como dijo Borges, <<deberíamos estar más orgullosos de las páginas que hemos leído que de las que hemos escrito>>. Añado a este lúcido dictamen que la pasión por aquéllas expresa quizá mejor nuestra originalidad que la fábrica algo mecánica de éstas. En cualquier caso, la perfecta asimilación de lo leído merced al olvido de la deuda cultural nos permite llevar a bien toda suerte de vigorizadoras trampas que constituyen el meollo de la invención filosófica, y por medio de las cuales se avecinan piezas de textos nacidos en suelos teóricos muy diferentes y se posibilitan injertos afortunados. Por medio de ese arte combinatoria, que sólo una lectura transversal como la de la filosofía puede permitirse, se revelan los parentescos sutiles de las ideas, las afinidades efectivas de los razonamientos y los enfoques, los contrastes violentamente polémicos entre doctrinas que se ignoran o creen repetir fundamentalmente el mismo mensaje. A veces, la hipótesis especulativa de un corlario en apriencia insignificante puede revelar todo lo monstruoso o lo contradictorio de un gran edificio conceptual; una observación oscura cuya perplejidad asoma a pie de página da lugar al ambicioso imperialismo de un nuevo sistema, mientras algún descuido teórico de un gran pensador suele tener más discípulos y crear más escuelas que sus mejores aciertos. La invención filosófica tiene algo de rompecabezas, pero el resultado de tal rompecabezas no es reproducir un cuadro previamente propuesto, sino la invención de la auténtica novedad, a partir de lo sabido y de la identificación apasionada con lo leído que no recuerda el peso castrador de la deuda cultural. En último término, el olvido es ese punto ciego que permite ver, esa condición indecible de lo que posibilita nuestro decir, ese vínculo impensable por el que nuestro pensamiento se liga a la espontaneidad opaca de la voluntad, cuya representación infinitamente variada es el pensamiento mismo. Allí desaparecen los individuos como entidades histórico-sociales determinadas y nace la colectividad misteriosa de las fuerzas que que se niegan a decir su nombre y se enmascaran tras la abreviatura insuficiente del nuestro. Lo que brota del olvido ha sufrido una transfiguración regeneradora, nace de nuevo, nace nuevo: las aguas del Leto garantizan la perpetua novedad del alma, su liberación de las determinaciones que el pasado quiere imponersele y también del agobio de heredar viejos proyectos que no hacen sino hipotecar el futuro, alejándolo. Por expresarlo con las inmejorables palabras de Nietzsche: <<Tal es el beneficio de la activa capacidad de olvido, una guardiana de la puerta, por así decirlo, una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta; con lo cual resulta visible enseguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente>>.
De La tarea del héroe, editorial Ariel, de Fernando Savater.
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