miércoles, 27 de julio de 2011

El torero como héroe


También el toreo tiene, si no su leyenda, al menos su filosofía negra, creada por sus entusiastas y que ha contribuido a equivocar su sentido. Me refiero al énfasis excesivo puesto en su relación con la muerte. Algunos cuadros de Romero de Torres captan con certeza plástica esta obsesión necrofílica, que avecina minuciosamente cada gesto del ritual taurino con la muerte que ha de coronarlo y que en cada momento puede interrumpirlo. En cierta forma, el auténtico himno de la corrida no es el pasodoble, como debe, sino "El relicario": la sangre en la arena, las lágrimas de la hermosa mantilla, la juventud bárbaramente truncada... Por cierto que esto viene de una lógica de la contradicción que precisamente sabe por antífrasis que la verdad del toreo es la opuesta, es decir, no la muerte sino la vida, no el velo crepuscular y lúgubre de Romero de Torres sino el resplandeciente triunfo solar. Lo sabe, pero remacha excesivamente la contrapartida, aquello cuyo sordo temor sirve de necesario telón de fondo a lo espléndido; algo así como ese manido y ya despreciable mito del payaso triste, alentado por I Pagliacci de Leoncavallo y por Candilejas de Charles Chaplin: obsesionado por la imagen -sin duda en buena medida verdadera- de que la risa se conquista en pugna con lo que la desmiente, el acomplejado pierde de vista finalmente que la íntima verdad de la risa es precisamente la alegría y que ésta no puede ser en último término sino gratuita... Es decir, si se admite en un primer momento que la alegría es tristeza superada, termina por acatarse que lo primigenio es la tristeza y que la alegría no tiene otro objetivo que el de reaccionar contra ella y tratar de mitigarla: lo cual es tan falso como todo lo que concede prioridad indiscutible a la desdicha, reverenciándola ya de entrada como algo natural. Del mismo modo, el hincapié lacrimoso o de exaltación falsamente trágica de la muerte, el pretigio dramático de la cornada, incluso la prioridad concedida a la agonía del toro como lo más "serio", todo ello patentiza que se tiende a dar más importancia a la muerte que a la vida: en último término, que no se cree en la posibilidad de ninguna auténtica victoria sobre la muerte. Quien, en la última suerte de la lidia, tras la estocada, cuando el matador se alza inmóvil con la muleta recogida bajo un brazo y el otro en lo alto, sólo tiene ojos para el toro que se tambalea ante él fatalmente tocado, quizá cree buscar lo más hondo de lo que ve y sin embargo se lo pierde: porque si bien es cierto que el gesto del torero sería chabacano si no se irguiese ante la fiera agonizante, la verdad del momento no está en esa agonía -que aquí en principio es lo aparatosamente superficial-, sino en el brazo que sube victorioso hacia el cielo.
 La ramplonería jubilosa de los pasodobles es cien veces menos ramplona que la majestuosa marcha fúnebre, no digamos ya que el cuplé sentimentaloide. Porque precisamente lo que allí se canta dice así: ¡la muerte parecía necesaria pero no lo era!  El toreo es el arte de evitar lo inevitable, de desfondar con un garboso remedio lo irremediable: la muerte queda presente en el ruedo pero ha resbalado del campo de lo necesario al de lo posible, ha perdido sombras: finalmente, el arte es más fuerte e incluso la presencia de la muerte, olvidada, se hace irreal. Sí, en el toreo está presente la muerte, pero como aliada, como cómplice de la vida: la muerte hace de comparsa para que la vida se afirme. En último término, la muerte no era tan importante como su propia propaganda nos hacía creer... Esto es lo que canta el pasodoble y es justo que resuene en la plaza para acompañar la buena faena. La mirada melodramática siempre se equivoca cuando busca la posición del verdadero riesgo: parece suponer que la autenticidad del toreo es el momento terrible de la cogida, cuando el toro impone la ciega ley de su fuerza, siendo así que esto es precisamente lo obvio, lo que cabría esperar desde un principio: el verdadero prodigio reside en la improbable derrota de la muerte, que el arte presenta como milagrosamente fácil. Este punto de la facilidad es importante si se quiere alcanzar una victoria no sólo sobre la muerte, sino ante todo sobre su prestigio. Es inseparable del buen toreo la soltura y no sencillamente por convención estética: debe tener el toreo lo suficiente de arduo como para que no quepa duda de la presencia de la muerte, pero también la soltura indispensable como para que no quepa duda de que la vida es lo realmente fuerte
 La antropología y la historia de las religiones sitúan los juegos táuricos entre los más destacados rituales de fertilidad de los pueblos mediterráneos: el malogrado Ángel Álvarez de Miranda estudió en detalle los avatares de ese toro nupcial al que el recién casado debía tocar con su capa para hacerse partícipe de su espléndida fuerza viril. El toro, que entonces probablemente ni siquiera era muerto en el transcurso del festejo, lejos de simbolizar la muerte y la ciega violencia destructiva de la naturaleza representaba la plenitud vital, expresada en el más alto poder genésico. El toro acudía al festejo no para quitar la vida al hombre, sino para darle más vida. Obviamente, el aumento de potencia exigía también un abrirse al peligro, a la muerte incluso, del iniciado; en la economía pasional de las épocas preestatales, el fuerte debe probar que lo es para que su fuerza aumente, mientras que el débil perderá incluso la poca fuerza que tiene. Como bien señaló Nietzsche, la voluntad de poder no es una voluntad que anhela conseguir el poder desde la impotencia, sino un poder que, a través de la voluntad, quiere expresarse y aumentar. Me parece preferible, ya desde ahora, hablar de aumento de poder sin relacionar este aumento directamente con la sexualidad o la fertilidad; en efecto, pese a que Freud nos acostumbró a considerar todo poder como sexualidad emboscada o sublimada, pienso que es más cierto aproximadamente lo inverso, tal como supusieron Jung, Adler o Rank: a saber, que la propia sexualidad es símbolo privilegiado de una fuerza que aspira a crecer creadoramente por encima de todo lo demás e incluso de sí misma, sin otro límite que el mítico de la plenitud y la inmortalidad. Lo importante, a mi juicio, es subrayar esto: que el toro no es sencillamente la negra muertecon la que el torero, con fascinación ambigua, se enlaza en juego fatal, sino la arriesgada fuente de la vida, el poder y la eterna juventud, en la que sólo el más audaz sabe inclinarse para beber. El toro sube de la noche telúrica para traer energía, no destrucción; para renovar y hacer crecer la fuerza, no para dilapidarla en sangre: y para que esto sea eficazmente así y sólo por eso, trae también la posibilidad aciaga de la destrucción. Sólo la fúnebre acentuación de la pesadilla romántica ha terminado por convertir al toro en encarnación viviente de la aniquilación, de la nada, en portavoz brutal de las postrimerías. Ahora, cuando el torero triunfa, parece que no ha hecho sino aplazar su encuentro con la muerte, salir por una vez bien librado de lo que pudo acabar con él: su victoria es vista desde lo puramente negativo, como la simple evitación de un mal, en lugar de considerarla ante todo positivamente, como aumento del dominio y regeneración creadora de fuerzas. Según Mircea Eliade, entre los acadios, primitivos instauradores de cultos táuricos, <<quebrantar el poder>> se decía: romper el cuerno. El torero rompe el cuerno del toro y así afirma e incrementa su propio poder; no arriesga su vida para burlar momentáneamente a la muerte, sino para probar que la necesidad de la muerte no es nada frente a la decisión creadora de la vida.
 Si no supiese que es inmortal y si no temiese no serlo, el hombre sería incapaz de jugar. El juego -es decir, el trato activo con lo no utilitario, con lo sagrado- es una forma de asumir la propia inmortalidad contra el temor aniquilador a la muerte y todo lo sobre él edificado. En este sentido, es imprescindible a la vida precisamente porque no trata sólo de conservarla y reproducirla, sino ante todo -incluso arriesgándola- pretende intensificarla, diversificarla y ascenderla. Esto lo vio muy bien uno de los primeros tratadistas taurinos, el varilarguero José Daza, natural de Manzanilla (Huelva), a quien se debe la irrefutable aseveración de que el Paraíso terrenal estuvo situado en Andalucía y la no menos enérgica de que Adán inventó el toreo tratando de uncir el yugo al toro sublevado tras la caída original. Pues bien, José Daza define el toreo diciendo que <<es un arte valeroso y robusto, engendrado y distribuido por el entendimiento, la más noble de las tres potencias del alma. Es un arte forzoso y necesario para la conservación de la vida humana>>. A primera vista, no parece evidente que el toreo sea ni forzoso ni necesario para la conservación de la vida, pero a la luz de lo hasta ahora dicho creo que el viejo picador tiene toda la razón que merecen sus hermosas palabras. El toreo es imprescindible a la vida no porque la conserva -bastaría con no ponerse nunca ante un toro para prescindir sin riesgo de toda tauromaquia- sino porque la confirma y aumenta; en él crece la fuerza, que no sabe de equilibrios y en cuanto se estabiliza, retrocede. Es un arte <<valeroso y robusto>>, no una melancólica sangría en la que se martiriza a un animal y quizá se sacrifica a un hombre para propiciar la excitación mórbosa de una multitud de sádicos.
 La imagen popular del torero goyesco era la del gran dilapidador de fuerza y vida, como corresponde a quien la acrecienta día a día por su contacto íntimo con el toro engendrador. Se le tenía por el más borracho, el más mujeriego, derrochador sin cálculo de lo ganado en orgiásticos convites a una innumerable caterva de amigos y seguidores; no vaya a pensarse, con resentimiento moderno, que ésta es la estampa del desesperado que se aturde entre dos exhibiciones peligrosas, pues muy por el contrario responde a la función social de héroe popular que el torero debe cumplir en la plaza y fuera de ella. El torero distribuía así entre el pueblo la vida regenerada que acababa de conquistar en el ruedo: la gente se acercaba a él, bebía y juergueaba con él y a sus expensas para recibir de ese modo la investidura vital que el héroe prodiga. Se tiende hoy a imaginar al héroe popular como un astuto embaucador o como el depositario de la frustración colectiva: la gente se acercaba a él, se frotaba con él, bebía y juergueaba con él y a sus expensas para recibir de ese modo la investidura vital que el héroe prodiga. Se tiende hoy a imaginar al héroe popular como un astuto embaucador o como el depositario de la frustración colectiva: en esto como en todo, la Ilustración, fustigando la manipulación del mito por los poderosos, perdió de vista el profundo sentido liberador del mito. Los héroes populares no son el Fierabrás sojuzgador que se impone a la masa con el látigo ni el hechicero que mantiene al rebaño adormecido, aunque la perversión estatal de la comunidad produjo -produce- ambas cosas: el héroe es la posibilidad siempre abierta de que la espontaneidad creadora de la vida derrote a la necesidad de la muerte, el regenerador de una fuerza cuyo estancamiento la agosta y su difusor entre la comunidad que la exige para aumentar su capacidad de acción. El héroe no se opone a la multitud, porque en buena medida es un invento de ésta y porque su función se realiza precisamente en el momento de difundir la vida conquistada entre los otros: no separa a cada individuo de su fuerza -como la ley del Estado-, sino que la polariza para aumentársela. Apartado desde hace muchos siglos de su carácter sacro de ritual propiciador de la fecundidad, el toreo ha cumplido la función aparentemente profana pero hondamente religiosa de estimular la producción de héroes populares, de héroes que llevasen a buen fin la renovación mágica de la vida en una de sus expresiones dramáticas más antiguas: el enfrentamiento con la bestia que es símbolo y guardián del poder, que juntamente posibilita y defiende el acceso a la fuerza. El torero no sólo ha sido el chivo expiatorio del facinado terror a la muerte de la plebe ni el paladín sobre cuyos hombros se descargaba el combate al que cada cual de antemano renunciaba: ha sido el emblema de esa plenitud que da siempre mucho más de lo esperado, del camino de coraje, ligereza y temple que se abre ante el hombre para llevarle más allá de sí mismo. Y después, con esa misteriosa solidaridad que hace de cada héroe el sueño de muchos y de cada hombre para llevarle más allá de sí mismo. Y después, con esa misteriosa solidaridad que hace de cada héroe el sueño de muchos y de cada grupo de hombres la posible cuna de un héroe, repartido a borbotones lo imperecedero entre quienes tarde tras tarde, en el coso, se han arriesgado a guardar la esperanza.
 Hablo en pasado: ¡quién sabe, ay, lo que el torero puede ser todavía hoy, lo que le dejarán ser! Y llegamos a decirnos: ¿es que alguna vez ha sido otra cosa? Desde la comunidad disuelta, más y más imposible, todo entusiasmo público huele a consigna subrepticia y la imagen heroica a mixtificación o impotencia. Lo subterráneo manipula incluso -sobre todo- lo que promete demasiado firmemente acabar con toda manipulación. Revelado bajo sus sublimes disfraces por la ilustración implacable, el Capital veve ahora y defiende su necesidad apoyándose precisamente en su descubrimiento: allá donde algo sostiene no ser lo que él es, él mismo acude presuroso para certificar que allí tampoco hay más que mercancía. Y ciertamente es mercancía y miseria lo que se vende en el ruedo, pero también algo que es viva promesa de lo que desmiente la miseria y la mercancía. Ahora oscilamos con desgarro entre un desencanto que precisamente guarda la debida memoria de lo mejor frente a lo desvirtuado y un entusiasmo capaz de entregarse instantaáneamente a lo mejor, aparezca donde aparezca y aunque sólo sea por un instante. Pues no basta con refugiarse en el objetivismo que exige la visión rutilante o nada, sino que hay que estar alerta para no convertirse uno mismo en el mayor obstáculo a la visión. Más allá de toda complacencia con la ideología de la muerte, más allá de toda concesión a la farandulería melodramática, hay que desearel héroe y la vida, sin complicidades con la baratija ni con el derrotismo que todo lo tiene ya demasiado claro. En la plaza, como en todo lo demás, es bueno el dictamen de Nietzsche:<<Sólo el amor puede juzgar>>.


De La tarea del héroe, editorial Ariel, de Fernando Savater.

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