domingo, 24 de julio de 2011

Qué es la filosofía según Fernando Savater (Primera parte)

Leer, inventar, olvidar

<<Que el que olvidar solicita,
no olvida cuando se acuerda
de qué se acuerda que olvida.>>

                    Calderón de la Barca

Yo no sé qué es filosofía ni creo que pudiera saberlo aunque quisiera, porque filosofía es lo que usted y yo -o cada uno de ustedes por su lado y yo por el mío- decidamos que hemos de considerar como tal. Será entonces filosofía lo que el plan de estudios de la carrera así llamada decida en el BOE, lo que haya qué saber para conseguir plaza en unas determinadas oposiciones, lo que hacen los que tienen ya título oficial de filósofos y también lo fabricado por la nueva policía de aduanas de las fronteras científicas, por los soñadores de la Enciclopedia irrefutabla, los funcionarios de la Verdad y del Bien (ambos términos con mayúscula), los nuevos utopistas, los desencantados críticos de la utopía, los clérigos y teólogos vergonzantes, los comisarios políticos de la producción teórica, los intelectuales orgánicos -a quienes, por cierto, suelen funcionarles bien todos los órganos menos el más intelectual de ellos, el cerebro- y, en general, lo que segregamos quienes desde lo mundano o lo ovetense no encajamos nuestras divagaciones en nicho más conveniente de la vigente distribución del camposanto cultural. En una palabra, se diría que la palabra misma <<filosofía>> nos es, hoy por hoy, más necesaria, atormentadora y fascinante que lo que un día se arropó bajo ella; podemos prescindir de lo que ayer se llamó <<filosofar>>, pero no de llamar <<filosofía>> a ciertas cosas que hoy hacemos.
Dicho esto, no voy a tener la desfachatez de proponer una nueva y ésta-sí-que-buena definición de filosofía que tenga precisamente la virtud de ajustarse a lo que yo mismo produczco en este ramo tal como el guante de Gilda a la bofetada de Glenn Ford. Ni siquiera insistiré más allá de lo que la ironía lo requiera en llamar filosofía a esto que hago. Voy a limitarme a formular lo ue Jonathan Swift hubiera llamado <<una modesta proposición>>, advirtiendo, eso sí, que tan lejos estoy de considerarme un Gulliver entre liliputienses como de temer que me he perdido en la palma de la mano de algún gigante. Mi modesta proposición; la hago sin otro objetivo que el muy altruista de que hoy tengamos algo que discutir. Y quiero formularla así: <<Filosofar es (como) un aprender a leer para llegar a inventar por medio del olvido>>. Sea el resto de mi intervención una relativa elucidación de lo que entiendo por cada una de las tres palabras que forman el núcleo de esta discreta proposición y que son las tres que dan título a la ponencia que ya estoy defendiendo aun ntes de que nadie haya tenido ocasión pública de atacarla.


Leer



El campo de la filosofía, aquello con lo que el filósofo tiene que vérselas, no es lo real, puesto que la <<realidad>> es una noción filosófica y no hay más <<realidad>> que la filosóficamente postulada, no es el mundo -ni el orden del mundo-, como tampoco es lo que ocurre, los hechos, las causas últimas del acaecer, aquello de lo que está hecho lo que nos hace o cualquier otra de las habituales fórmulas mágicas que tratan de sacar a la filosofía de sí misma y precipitarla en la ignota selva virgen que late en su exterior. Todas estas jaculatorias son resultados del filosofar, inventos filosóficos, precisos y preciosos autómatas fabricados en el instituto mismo de la filosofía, la cual después, cuando se tropieza con ellos, finge el asombro de quien halla un hallazgo original. Idéntico pasmo aparentó Miguel Ángel, según cuentan, cuando desenterró en su jardín la supuesta escultura romana que él mismo había tallado la semana anterior... No sabemos con que tipo de entidades tuvieron que vérselas los inimaginables protopensadores que pusieron en marcha todo el invento; pero nosotros nos movemos en un mundo que ya es filosófico, en una realidad sólidamente conceptual, configurada hasta la médula por Ideas. La filosofía no puede partir más que de sí misma; instaura y alimenta su propio juego, produce sus condiciones de posibilidad. El material sobre el que el filósofo se ejerce es ya primordialmente filosófico, lo cual no equivale a decir, claro está, que sea únicamente filosófico. En una palabra, filosofar es confrontarse con lo que está escrito, con los textos filosóficos previos entre los que chapoteamos. La filosofía no tiene otro campo de juego que lo legible, la escritura, la baba gráfica que deja al arrastrarse el caracol ideológico; sólo se la entiende con textos, con justificaciones, apologías, palinodias, catilinarias, explicaciones, tratados, relatos, informes, memorias, códigos... Filosofar consiste, pues, en buena medida, en disponerse a leer de un modo particular; si no se hubiese abusado tanto últimamente del término <<transversalidad>>, podríamos utilizarlo ahora para calificar esta forma de lectura que se pretende no lineal, que cruza los textos sin aposentarse definitivamente en ellos y sin seguir dócilmente el itinerario trazado, que levanta la piel de lo escrito para ver hasta dónde llegan las raíces de las palabras y de qué humus se alimentan. Cada texto se lee desde sí mismo, desde los otros que se reflejan en él y también desde lo que se oculta bajo su más o menos plácida superficie. La metáfora visual -artística- más perfectade la forma de ser de la escritura nos la brinda un conocido grabado de Maurits Escher, el titulado Tres Mundos. Lo que en él vemos es una capa transparente y reflectante de agua, sobre la que flotan infinidad de hojas de distintas formas; éste es el primero de los tres mundos, y ahí se reflejan los descarnados árboles otoñales que montan su guardia en la invisible orilla del río, el segundo mundo, el fantasmal apremio de lo exterior; en primer término, bajo la superficie perfectamente cristalina, podemos contemplar el deambular perezoso de un pez, habitante del tercero de los mundos a los que se refiere el título de la composición. Ni los árboles exteriores ni el pez inconsciente que nada bajo las aguas agotan la verdad del estanque, que tampoco sabrían ser sin ellos: aviso para sociólogos y psicoanalistas. La capa de agua tiene su propio estatuto, su realidad peculiar, pero necesita hojas, reflejos y transparencias para manifestarse, para salir del letargo de la potencialidad sin más. El grabado de Escher no recoge, sin embargo, el fundamental elemento activo de todo el proceso, la incesante capacidad transformadora de las tranquilas aguas, aprovechando con aplicación las hojas que los árboles les regalan para mantenerse puras y oxigenadas, así como para alimentear a los secretos nadadores que recorren en silencio interio. En ese estanque de la escritura, filosofar no equivale sin más a bucear, ni tampoco a practicar el esquí acuático o a inventariar cuidadosamente las hojas que flotan en la superficie, clasificándolas con rigor según el árbol de ue proceden: se trata en cambio de recorrer transversalmente los tres mundos, su relación de dpendencia y la libertad de su oposición, las inversiones que la situación de cada uno de ellos posibililita, las simulaciones ue encubren, la plasticidad creadora que no cesa de actuar... 
La filosofía es un decidirse a leer mejor, a no desvincular cada texto de los otros ni de las condiciones de posibilidad de sí mismo, pero sin encharcarlo irremediablemente con el aguacero de todo lo que es ajeno. Cada texto debe ser leído desde sí mismo -desde su coherencia, su conveniencia, su disposición íntima- y aún más: debe ser leído desde su punto más alto, según lo más innegablemente fuerte de su argumentación. Quien lee exclusivamente para liberarse de o para invalidar a, no se atreve -evidentemente por convencimiento de la debilidad propia- a asumir el punto de lectura filosófico. Pero también cada texto es leído en búsqueda de los otros textos que encierra su filigrana, de los textos que comenta o contra los que combate: así las obras de pensamiento occidentales como intrincado escolio de siglos al decir de los griegos (sobre todo de Platón), o los sistemas que no son sino apologías de una determinada legislación o resistencia frente a ella, o los que son cristalización de una forma de carácter, como supuso William James, etc. En último término lo más importante es esto: siempre se lee el texto desde otro texto. Determinar desde dónde leemos nos obligará a una nueva lectura, para la cual también tendremos que asumir un texto clave: esto equivale a decir que sólo se puede estudiar una filosofía partiendo de otra, que, por más que nos esforcemos, el punto inicial de reflexión, el grado cero de la metafísica, la aurora de la razón, son inalcanzables mitos de origen, cuya indudable fuerza evocadora se desvanece al intentar leerlos de modo histórico. No hay lectura inocente, esto es, filosóficamente neutral: hay que tomarse realmente en serio lo del pecado original y aceptar que la inocencia de quien puso por vez primera a cada cosa su nombre verdadero se ha perdido sin apelación posible. En la Biblioteca de Babel, algunos de sus azorados habitantes gastaban su vida buscando el catálogo de catálogos, el libro que sirviese de clave definitiva a todos los demás, pero Borges insinúa que este propósito era disparatado o pereverso: en filosofía, desde luego, una pretensión equivalente merece ambos calificativos. Ese libro de libros, ese nivel textual que ya no sería una posición entre otras, sino un escalón eternamente firme desde el que contemplar sin oscilaciones el universo de lo dicho, ese criterio a cuya aplicación inexorable deberían rendirse errores, supersticiones y sofismas, ese espectro dogmático que rueda hasta nosotros desde Platón es la Verdad con mayúscula, llamada también a veces Realidad con mayúscula y, más recientemente, Identidad Sintética, con dos mayúsculas como dos soles. La Verdad es lo Real, la Realidad es lo Verdadero: cuando uno alcanza por fin a situarse en esa mágica identidd, aunque sólo logre ponerle un pie encima, aunque sólo consiga un pequeño jirón, una mínima cabeza de playa dese la que organizar el resto de la invasión ontológica, ya está uno más allá y más acá de todos los textos habidos y por haber; se deja ya de ser tendencioso y parcial amigo de la sabiduría para convertirse en sabio declarado; pero este orgullo diabólico devuelve a la simplicidad anterior al pecado original. En efecto, el conocimiento filosófico nace de la imposibililidad de seguir creyendo que las cosas tienen un nombre verdadero, que el hombre puede imponer o descubrir en los habitantes del Jardín; pero quien alcanza la Verdad o lo Real, aunque la dosis sea muy pequeña, ya vive la serenidad plácida del paraíso preadamita. Pues bien, todo lo que aquí he dicho aspira a combatir la funesta propensión a la Verdad, el vértigo del texto inmaeditato desde el que pudiera seguirse el hilo de la universal mediación. En el aprendizaje de lectura que propongo, es preciso acatar la relatividad de la perspectiva de toda verificación o invalidación; lo único que puede lícita -o sea, filosóficamente- decirse es <<desde cierto textos (que ahora es mío), aquel otro es redundante, incompatible, ilegible, demoledor, evidente, reforzador, falso, etc.>>

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