Nunca he tenido barba. Ni siquiera en la foto
que contemplas ahora divertida,
el muchacho de ojos
llenos de impertinencia y contrariados,
con el jersey de cuello vuelto,
el pelo largo
y un cigarro dudoso, tal vez de marihuana.
Recién matriculados en la universidad,
todos éramos humo.
El humo de las aulas clandestinas,
el humo de los libros prestigiosos,
el humo de la noche y las hogueras
donde fuimos quemando
el misal, los temores,
costumbres todavía de posguerra,
inviernos y políticos
que a través de los años habían fermentado
su falta de color
en los televisores.
Era todo humo
y crecía la barba igual que el optimismo.
Cuando el jardín se pudre
y un veneno más sucio que noviembre
inyecta su amarillo
en el silencio de la realidad,
las ciudades se duermen pensando en el futuro.
Así surgen extraños paraísos.
Como si fuera hoy,
como si todavía discutiésemos todos
al otro lado de la puerta,
recuerdo aquellos turnos de palabra,
la voz imperativa y la revolución,
un horizonte de palmeras,
en un cartel de Juan
pegado por la calle.
Ingenuidad, sin duda,
el humo de los seres impacientes,
pero también recuerdos de la piel,
la vida en marcha,
los besos desgarrados de la calle del Ángel
en un tiempo de grandes decisiones.
No quisimos cortar la juventud
para ponerla
como una flor
en un jarrón decente.
A veces es posible estar de acuerdo
con el mar y los bosques.
Nunca he tenido barba.
Tampoco he recibido la la luz del paraíso,
pero vengo de allí, como tú vienes,
más por desprecio que por fe,
cansado del poder que nos humilla
y de los poderosos que sonríen,
del cuchillo simpático
y del amor en los desvanes,
de las lecciones sórdidas del miedo,
del fijador en las cabezas,
de la mirada fría
y de la soledad en las ciudades
que se duermen de gris y de ceniza
en busca de un extraño paraíso.
La misma historia
que besó las banderas para después llevárselaas,
me ha traído tu cuerpo.
Más por desprecio que por fe,
sigo en la puerta de la calle
sin que ahora me afecte
el vacío que dejan las banderas,
vivir en la completa incertidumbre.
A través de la historia de la gente,
de la barra de un bar
o las pantallas de los televisores,
bajo contigo al mundo.
Ninguno de los dos nos empeñamos
en llevar la contraria,
pero el realismo de los soñadores
nos condenó a dudar
de la gente de orden,
del corazón hambriento de los sentimentales,
de los explotadores en color
y de la inteligencia de los cínicos.
A veces es posible estar de acuerdo
con los claros del bosque,
sobre todo en los ojos de un muchacho
vivo de imperinencia,
con el jersey de cuello vuelto
el pelo largo
y un futuro dudoso
en sus fotografías.
Autor: Luis García Montero
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