martes, 12 de julio de 2011

Principios de Tauromaquia

En la televisión del bar, emitían un programa en la 2 de Televisión Española llamado Tendido Cero. Una crónica de noticias y reportajes sobre el mundo del toreo. Después de tomarse su habitual carajillo y prepararse para salir al trabajo a Romero se le quedó grabado en la retina una serie de naturales, muy bien hilados y ligados al pecho, de José María Manzanares en la plaza de las Ventas durante la fiesta de San Isidro en Madrid. Por esa faena consiguió una oreja y, finalmente, salir por la puerta grande del coso más exigente del mundo.

Jaime, el camarero del bar, interpeló a Romero de la siguiente manera:

-¡Qué, Romero! ¿A ti también te gustan los toros?

-¡Cómo no me van a gustar si soy un torero!

-¿Torero tú? ¡Cómo no sea bombero torero!

Esta contestación provocó la risa de los parroquianos que estaban en la barra. Romero miró durante unos instantes un cartel pegado a una de las paredes del local en que se anunciaba un festejo con la participación de Ángel Teruel, César Rincón y Palomo Linares, sucedido varios años atrás. Tras esto sonrió mirando al barman y a sus compañeros de barra:

-Reíros, reíros… Los toros que toreo yo, me gustaría ver como los torearíais vosotros.

Y después de abonar el precio del café, sin despedirse de nadie, se marchó.

Desde las ventanas del hospital se podía ver como las sombras de los edificios se alargaban a medida que pasaban las horas. Miguel pasaba aburrido las hojas del periódico, pese a la amonestación recibida por no atender a los vídeos de las cámaras que vigilaban a los pacientes, ya que en un descuido éstos habían aprovechado la desatención del enfermero para sustituir los horarios en los que se permitía fumar por otros mucho más tolerantes. Romero observaba como los colores de los edificios perdían su abigarrada variedad mientras se extendía el crepúsculo por la ciudad. Dos enfermeras comentaban, aliviadas, el alta de un paciente que se desnudaba a cada momento y pretendía revolucionar la sala elaborando un manifiesto y recogiendo firmas para que la planta de psiquiatría del hospital fuera gestionada por los propios pacientes. El cielo se convertía en una paloma agonizante envuelta en sus propias sangres que anunciaba la llegada del reino de la oscuridad; territorio de poetas, cuyos adalides serían las luces de neón, los camiones de la basura, los obreros que ganan su sueldo a navajazos, los soldados del fracaso que restañan sus heridas en alcohol y las flores que ofrecen sus corolas a cambio de 90 euros la hora. Y la luna, sentada en su trono, inyectaría con jeringuillas luminosas la droga del recuerdo en las venas de los huérfanos de la esperanza.


Mientras la noche estaba dispuesta a ejecutar la última suerte al sol, los pacientes apuraban cada cigarro hasta el borde del filtro para encender otro con la brasa de aquél. A Romero le tocó en esa franja del horario encender los primeros cigarrillos con el mechero. Habló brevemente con alguno, rara vez gastaba bromas por lo cual se ganó la fama de seco, huraño y soso. Una de las pacientes, al son de una de esas canciones de Verano que se ponen tan de moda hasta bien entrado el Invierno, se echó al suelo y bailó desaforada a modo de bacante en los bosques de Grecia, mientras el resto, sentados en las sillas y en los sofás que pueblan la sala de fumadores, observaban sosegados el lúbrico show. Miguel y una de las enfermeras detuvieron el frenético espectáculo.

Entonces Romero recordó una habitación para dos en un hotel de Nimes con una sola cama, ropa interior femenina tirada por el suelo, el ruido de una ducha. Después silencio y una voz herida por el tabaco que decía:

-Ya sabes cuales son las reglas, mi amor, ahora debes desaparecer de mi vida. La cuenta ya la pago yo.

Romero que era un caballero no pudo acceder a su última petición. Y si accedió a la segunda fue por que no le quedaba más remedio. Esa semana era la feria taurina de Nimes y Romero tenía entrada de abono para esa tarde. Enrique Ponce cortó tres orejas y a Finito le indultaron un toro.

La conoció estando trabajando en el López Ibor. Ángeles era trastorno bipolar y pertenecía a una de las más acaudaladas familias de Granada. No pudo terminar sus estudios de filosofía porque la enfermedad le sobrevino estando en Tercero y las sucesivas crisis quebraron su constancia en los estudios. Un enfermero y una paciente no pueden tener una relación amorosa durante un ingreso pero dos días antes del alta se intercambiaron los teléfonos, fue Romero quien llamó primero. La familia de Ángeles jamás hubiera permitido una relación seria de su hija con alguien como Romero, así que el amor duró lo que duró el Verano que se tomó Ángeles como sabático tras su ingreso. Un viaje por el sur de Francia, teniendo como escenarios en la batalla del deseo y del placer, como iglesias de la acción de gracias al culto solar: terrazas de pueblos encalados y riberas de ríos nacidos en los Pirineos.

Después, año y medio más tarde, aprobó unas oposiciones con muy buena nota y le concedieron una plaza en la planta de Psiquiatría del Hospital de San Rafael en Barcelona. Pero nadie puede huir de su propia sombra y Ángeles ya era una parte de ella. Si Ángeles muriera seguiría viviendo en la carne de Romero. Había intentado de dejar una breve huella en la eternidad.

La noche salió por la puerta grande a una ciudad poblada de constelaciones de luz artificial. Dichas constelaciones y los faros de los autos formaban un laberinto en el que debía ofrecer su vida en sacrificio al minotauro del alba. Era la hora de la cena y faltaba una hora y media para que Romero cediera el turno al enfermero nocturno que ocuparía su lugar. Se llamaba Francisco y era natural de Camas, un pueblo de Sevilla. Francisco no se ajustaba al canon del típico andaluz pues no era saleroso, más bien taciturno. Un enfermero que tenía familia en el mismo barrio de Camas donde nació Francisco llegó a insinuar que le sucedió una desgracia muy grande y que desde ese momento se volvió de esa manera. Por otra parte, no se le conocían problemas con ningún tipo de estupefaciente.

Una enfermera llevaba en un buffet con ruedas las bandejas con la cena hasta el comedor y el resto del equipo llevaría la bandeja correspondiente con el enfermo asignado. Cuando hubieran terminado de cenar cada enfermo devolvería la bandeja al buffet. Después se abría un turno para fumar. Romero aprovechó es periodo para escribir en su diario, pues pensando en la encarnación de Ángeles en su persona, decidió que esa sería su huella en la eternidad. Se lo legaría a los descendientes de su familia. No creía en otro modo de vida ultraterrena, aunque tanto de este modo como en el de Ángeles la eternidad se acabaría diluyendo en el olvido, emulando a la película, como lágrimas en la lluvia.

Ese día no había sucedido nada interesante, a su modo de ver, así que se dedicó a pasar negro sobre blanco una serie de reflexiones. En ello estaba cuando uno de los enfermos se dedicó a pegar cabezazos contra un cristal que ante el espanto de todos, estalló en pedazos. Se trataba de un paciente muy conflictivo, de hecho estaba cumpliendo condena en la modelo por atracar un banco y a causa de una crisis, real o ficticia, le trasladaron al hospital. Realizar actos vandálicos era su forma de alargar el ingreso hospitalario y no volver al centro penitenciario. Hizo falta la colaboración de todo el equipo, incluida la de Romero que se llevó un buen codazo en las costillas, para internarle en la habitación y atarle a su cama.

Romero tras este incidente retomó el diario. Escribió una reflexión sobre el tabaco. Pues al meditar sobre su situación: soltero sin perspectivas de dejar de serlo y estando hipotecado hasta las cejas, se veía con el agua al cuello. Pero tenía la ventaja de ser funcionario, un trabajo estable que, hasta ahora, era para toda la vida. Aún así tenía que reducir gastos, entre ellos el del tabaco. Sin embargo se negaba a dejarlo porque, pese a trabajar en Sanidad, quería joder a los fanáticos antifumadores que enarbolaban como bandera la ley antitabaco aunque tuviera que joderse él también. Había restricciones en esa ley con las que estaba de acuerdo como no fumar delante de hospitales y en las puertas de los colegios. ¡Pero en los bares…! No solo no habían conseguido una mayor afluencia de los no fumadores en los locales sino que muchos fumadores que eran habituales de la barra habían dejado de asistir a la parroquia. Considerando que los fundamentalistas antitabaco tachan a los fumadores de egoístas ¿Acaso no son egoístas ellos por anteponer su salud al placer de los fumadores? ¡Si deberían estar agradecidos de que los fumadores les maten! Así se ahorran parte de este valle de lágrimas y les ofrecen un atajo hacia el cielo al que, indudablemente, por oponerse a tan nefando vicio irán.

Al poco de terminar de escribir su reflexión, llegó Francisco que le saludó de la siguiente forma:

- Buenas noches, Romero. ¿Qué tal la faena?

No hay comentarios:

Publicar un comentario