jueves, 28 de julio de 2011

La política

Nunca he tenido barba. Ni siquiera en la foto
que contemplas ahora divertida,
el muchacho de ojos
llenos de impertinencia y contrariados,
con el jersey de cuello vuelto,
el pelo largo
y un cigarro dudoso, tal vez de marihuana.

Recién matriculados en la universidad,
todos éramos humo.
El humo de las aulas clandestinas,
el humo de los libros prestigiosos,
el humo de la noche y las hogueras
donde fuimos quemando
el misal, los temores,
costumbres todavía de posguerra,
inviernos y políticos
que a través de los años habían fermentado
su falta de color
en los televisores.

Era todo humo
y crecía la barba igual que el optimismo.
Cuando el jardín se pudre
y un veneno más sucio que noviembre
inyecta su amarillo
en el silencio de la realidad,
las ciudades se duermen pensando en el futuro.
Así surgen extraños paraísos.

Como si fuera hoy,
como si todavía discutiésemos todos
al otro lado de la puerta,
recuerdo aquellos turnos de palabra,
la voz imperativa y la revolución,
un horizonte de palmeras,
en un cartel de Juan
pegado por la calle.
Ingenuidad, sin duda,
el humo de los seres impacientes,
pero también recuerdos de la piel,
la vida en marcha,
los besos desgarrados de la calle del Ángel
en un tiempo de grandes decisiones.
No quisimos cortar la juventud
para ponerla 
como una flor
en un jarrón decente.
A veces es posible estar de acuerdo
con el mar y los bosques.

Nunca he tenido barba.
Tampoco he recibido la la luz del paraíso,
pero vengo de allí, como tú vienes,
más por desprecio que por fe,
cansado del poder que nos humilla
y de los poderosos que sonríen,
del cuchillo simpático
y del amor en los desvanes,
de las lecciones sórdidas del miedo,
del fijador en las cabezas,
de la mirada fría
y de la soledad en las ciudades
que se duermen de gris y de ceniza
en busca de un extraño paraíso.

La misma historia
que besó las banderas para después llevárselaas,
me ha traído tu cuerpo.

Más por desprecio que por fe,
sigo en la puerta de la calle
sin que ahora me afecte
el vacío que dejan las banderas,
vivir en la completa incertidumbre.
A través de la historia de la gente,
de la barra de un bar
o las pantallas de los televisores,
bajo contigo al mundo.
Ninguno de los dos nos empeñamos
en llevar la contraria,
pero el realismo de los soñadores
nos condenó a dudar
de la gente de orden,
del corazón hambriento de los sentimentales,
de los explotadores en color
y de la inteligencia de los cínicos.

A veces es posible estar de acuerdo
con los claros del bosque,
sobre todo en los ojos de un muchacho
vivo de imperinencia,
con el jersey de cuello vuelto
el pelo largo
y un futuro dudoso
en sus fotografías. 

Autor: Luis García Montero

miércoles, 27 de julio de 2011

El torero como héroe


También el toreo tiene, si no su leyenda, al menos su filosofía negra, creada por sus entusiastas y que ha contribuido a equivocar su sentido. Me refiero al énfasis excesivo puesto en su relación con la muerte. Algunos cuadros de Romero de Torres captan con certeza plástica esta obsesión necrofílica, que avecina minuciosamente cada gesto del ritual taurino con la muerte que ha de coronarlo y que en cada momento puede interrumpirlo. En cierta forma, el auténtico himno de la corrida no es el pasodoble, como debe, sino "El relicario": la sangre en la arena, las lágrimas de la hermosa mantilla, la juventud bárbaramente truncada... Por cierto que esto viene de una lógica de la contradicción que precisamente sabe por antífrasis que la verdad del toreo es la opuesta, es decir, no la muerte sino la vida, no el velo crepuscular y lúgubre de Romero de Torres sino el resplandeciente triunfo solar. Lo sabe, pero remacha excesivamente la contrapartida, aquello cuyo sordo temor sirve de necesario telón de fondo a lo espléndido; algo así como ese manido y ya despreciable mito del payaso triste, alentado por I Pagliacci de Leoncavallo y por Candilejas de Charles Chaplin: obsesionado por la imagen -sin duda en buena medida verdadera- de que la risa se conquista en pugna con lo que la desmiente, el acomplejado pierde de vista finalmente que la íntima verdad de la risa es precisamente la alegría y que ésta no puede ser en último término sino gratuita... Es decir, si se admite en un primer momento que la alegría es tristeza superada, termina por acatarse que lo primigenio es la tristeza y que la alegría no tiene otro objetivo que el de reaccionar contra ella y tratar de mitigarla: lo cual es tan falso como todo lo que concede prioridad indiscutible a la desdicha, reverenciándola ya de entrada como algo natural. Del mismo modo, el hincapié lacrimoso o de exaltación falsamente trágica de la muerte, el pretigio dramático de la cornada, incluso la prioridad concedida a la agonía del toro como lo más "serio", todo ello patentiza que se tiende a dar más importancia a la muerte que a la vida: en último término, que no se cree en la posibilidad de ninguna auténtica victoria sobre la muerte. Quien, en la última suerte de la lidia, tras la estocada, cuando el matador se alza inmóvil con la muleta recogida bajo un brazo y el otro en lo alto, sólo tiene ojos para el toro que se tambalea ante él fatalmente tocado, quizá cree buscar lo más hondo de lo que ve y sin embargo se lo pierde: porque si bien es cierto que el gesto del torero sería chabacano si no se irguiese ante la fiera agonizante, la verdad del momento no está en esa agonía -que aquí en principio es lo aparatosamente superficial-, sino en el brazo que sube victorioso hacia el cielo.
 La ramplonería jubilosa de los pasodobles es cien veces menos ramplona que la majestuosa marcha fúnebre, no digamos ya que el cuplé sentimentaloide. Porque precisamente lo que allí se canta dice así: ¡la muerte parecía necesaria pero no lo era!  El toreo es el arte de evitar lo inevitable, de desfondar con un garboso remedio lo irremediable: la muerte queda presente en el ruedo pero ha resbalado del campo de lo necesario al de lo posible, ha perdido sombras: finalmente, el arte es más fuerte e incluso la presencia de la muerte, olvidada, se hace irreal. Sí, en el toreo está presente la muerte, pero como aliada, como cómplice de la vida: la muerte hace de comparsa para que la vida se afirme. En último término, la muerte no era tan importante como su propia propaganda nos hacía creer... Esto es lo que canta el pasodoble y es justo que resuene en la plaza para acompañar la buena faena. La mirada melodramática siempre se equivoca cuando busca la posición del verdadero riesgo: parece suponer que la autenticidad del toreo es el momento terrible de la cogida, cuando el toro impone la ciega ley de su fuerza, siendo así que esto es precisamente lo obvio, lo que cabría esperar desde un principio: el verdadero prodigio reside en la improbable derrota de la muerte, que el arte presenta como milagrosamente fácil. Este punto de la facilidad es importante si se quiere alcanzar una victoria no sólo sobre la muerte, sino ante todo sobre su prestigio. Es inseparable del buen toreo la soltura y no sencillamente por convención estética: debe tener el toreo lo suficiente de arduo como para que no quepa duda de la presencia de la muerte, pero también la soltura indispensable como para que no quepa duda de que la vida es lo realmente fuerte
 La antropología y la historia de las religiones sitúan los juegos táuricos entre los más destacados rituales de fertilidad de los pueblos mediterráneos: el malogrado Ángel Álvarez de Miranda estudió en detalle los avatares de ese toro nupcial al que el recién casado debía tocar con su capa para hacerse partícipe de su espléndida fuerza viril. El toro, que entonces probablemente ni siquiera era muerto en el transcurso del festejo, lejos de simbolizar la muerte y la ciega violencia destructiva de la naturaleza representaba la plenitud vital, expresada en el más alto poder genésico. El toro acudía al festejo no para quitar la vida al hombre, sino para darle más vida. Obviamente, el aumento de potencia exigía también un abrirse al peligro, a la muerte incluso, del iniciado; en la economía pasional de las épocas preestatales, el fuerte debe probar que lo es para que su fuerza aumente, mientras que el débil perderá incluso la poca fuerza que tiene. Como bien señaló Nietzsche, la voluntad de poder no es una voluntad que anhela conseguir el poder desde la impotencia, sino un poder que, a través de la voluntad, quiere expresarse y aumentar. Me parece preferible, ya desde ahora, hablar de aumento de poder sin relacionar este aumento directamente con la sexualidad o la fertilidad; en efecto, pese a que Freud nos acostumbró a considerar todo poder como sexualidad emboscada o sublimada, pienso que es más cierto aproximadamente lo inverso, tal como supusieron Jung, Adler o Rank: a saber, que la propia sexualidad es símbolo privilegiado de una fuerza que aspira a crecer creadoramente por encima de todo lo demás e incluso de sí misma, sin otro límite que el mítico de la plenitud y la inmortalidad. Lo importante, a mi juicio, es subrayar esto: que el toro no es sencillamente la negra muertecon la que el torero, con fascinación ambigua, se enlaza en juego fatal, sino la arriesgada fuente de la vida, el poder y la eterna juventud, en la que sólo el más audaz sabe inclinarse para beber. El toro sube de la noche telúrica para traer energía, no destrucción; para renovar y hacer crecer la fuerza, no para dilapidarla en sangre: y para que esto sea eficazmente así y sólo por eso, trae también la posibilidad aciaga de la destrucción. Sólo la fúnebre acentuación de la pesadilla romántica ha terminado por convertir al toro en encarnación viviente de la aniquilación, de la nada, en portavoz brutal de las postrimerías. Ahora, cuando el torero triunfa, parece que no ha hecho sino aplazar su encuentro con la muerte, salir por una vez bien librado de lo que pudo acabar con él: su victoria es vista desde lo puramente negativo, como la simple evitación de un mal, en lugar de considerarla ante todo positivamente, como aumento del dominio y regeneración creadora de fuerzas. Según Mircea Eliade, entre los acadios, primitivos instauradores de cultos táuricos, <<quebrantar el poder>> se decía: romper el cuerno. El torero rompe el cuerno del toro y así afirma e incrementa su propio poder; no arriesga su vida para burlar momentáneamente a la muerte, sino para probar que la necesidad de la muerte no es nada frente a la decisión creadora de la vida.
 Si no supiese que es inmortal y si no temiese no serlo, el hombre sería incapaz de jugar. El juego -es decir, el trato activo con lo no utilitario, con lo sagrado- es una forma de asumir la propia inmortalidad contra el temor aniquilador a la muerte y todo lo sobre él edificado. En este sentido, es imprescindible a la vida precisamente porque no trata sólo de conservarla y reproducirla, sino ante todo -incluso arriesgándola- pretende intensificarla, diversificarla y ascenderla. Esto lo vio muy bien uno de los primeros tratadistas taurinos, el varilarguero José Daza, natural de Manzanilla (Huelva), a quien se debe la irrefutable aseveración de que el Paraíso terrenal estuvo situado en Andalucía y la no menos enérgica de que Adán inventó el toreo tratando de uncir el yugo al toro sublevado tras la caída original. Pues bien, José Daza define el toreo diciendo que <<es un arte valeroso y robusto, engendrado y distribuido por el entendimiento, la más noble de las tres potencias del alma. Es un arte forzoso y necesario para la conservación de la vida humana>>. A primera vista, no parece evidente que el toreo sea ni forzoso ni necesario para la conservación de la vida, pero a la luz de lo hasta ahora dicho creo que el viejo picador tiene toda la razón que merecen sus hermosas palabras. El toreo es imprescindible a la vida no porque la conserva -bastaría con no ponerse nunca ante un toro para prescindir sin riesgo de toda tauromaquia- sino porque la confirma y aumenta; en él crece la fuerza, que no sabe de equilibrios y en cuanto se estabiliza, retrocede. Es un arte <<valeroso y robusto>>, no una melancólica sangría en la que se martiriza a un animal y quizá se sacrifica a un hombre para propiciar la excitación mórbosa de una multitud de sádicos.
 La imagen popular del torero goyesco era la del gran dilapidador de fuerza y vida, como corresponde a quien la acrecienta día a día por su contacto íntimo con el toro engendrador. Se le tenía por el más borracho, el más mujeriego, derrochador sin cálculo de lo ganado en orgiásticos convites a una innumerable caterva de amigos y seguidores; no vaya a pensarse, con resentimiento moderno, que ésta es la estampa del desesperado que se aturde entre dos exhibiciones peligrosas, pues muy por el contrario responde a la función social de héroe popular que el torero debe cumplir en la plaza y fuera de ella. El torero distribuía así entre el pueblo la vida regenerada que acababa de conquistar en el ruedo: la gente se acercaba a él, bebía y juergueaba con él y a sus expensas para recibir de ese modo la investidura vital que el héroe prodiga. Se tiende hoy a imaginar al héroe popular como un astuto embaucador o como el depositario de la frustración colectiva: la gente se acercaba a él, se frotaba con él, bebía y juergueaba con él y a sus expensas para recibir de ese modo la investidura vital que el héroe prodiga. Se tiende hoy a imaginar al héroe popular como un astuto embaucador o como el depositario de la frustración colectiva: en esto como en todo, la Ilustración, fustigando la manipulación del mito por los poderosos, perdió de vista el profundo sentido liberador del mito. Los héroes populares no son el Fierabrás sojuzgador que se impone a la masa con el látigo ni el hechicero que mantiene al rebaño adormecido, aunque la perversión estatal de la comunidad produjo -produce- ambas cosas: el héroe es la posibilidad siempre abierta de que la espontaneidad creadora de la vida derrote a la necesidad de la muerte, el regenerador de una fuerza cuyo estancamiento la agosta y su difusor entre la comunidad que la exige para aumentar su capacidad de acción. El héroe no se opone a la multitud, porque en buena medida es un invento de ésta y porque su función se realiza precisamente en el momento de difundir la vida conquistada entre los otros: no separa a cada individuo de su fuerza -como la ley del Estado-, sino que la polariza para aumentársela. Apartado desde hace muchos siglos de su carácter sacro de ritual propiciador de la fecundidad, el toreo ha cumplido la función aparentemente profana pero hondamente religiosa de estimular la producción de héroes populares, de héroes que llevasen a buen fin la renovación mágica de la vida en una de sus expresiones dramáticas más antiguas: el enfrentamiento con la bestia que es símbolo y guardián del poder, que juntamente posibilita y defiende el acceso a la fuerza. El torero no sólo ha sido el chivo expiatorio del facinado terror a la muerte de la plebe ni el paladín sobre cuyos hombros se descargaba el combate al que cada cual de antemano renunciaba: ha sido el emblema de esa plenitud que da siempre mucho más de lo esperado, del camino de coraje, ligereza y temple que se abre ante el hombre para llevarle más allá de sí mismo. Y después, con esa misteriosa solidaridad que hace de cada héroe el sueño de muchos y de cada hombre para llevarle más allá de sí mismo. Y después, con esa misteriosa solidaridad que hace de cada héroe el sueño de muchos y de cada grupo de hombres la posible cuna de un héroe, repartido a borbotones lo imperecedero entre quienes tarde tras tarde, en el coso, se han arriesgado a guardar la esperanza.
 Hablo en pasado: ¡quién sabe, ay, lo que el torero puede ser todavía hoy, lo que le dejarán ser! Y llegamos a decirnos: ¿es que alguna vez ha sido otra cosa? Desde la comunidad disuelta, más y más imposible, todo entusiasmo público huele a consigna subrepticia y la imagen heroica a mixtificación o impotencia. Lo subterráneo manipula incluso -sobre todo- lo que promete demasiado firmemente acabar con toda manipulación. Revelado bajo sus sublimes disfraces por la ilustración implacable, el Capital veve ahora y defiende su necesidad apoyándose precisamente en su descubrimiento: allá donde algo sostiene no ser lo que él es, él mismo acude presuroso para certificar que allí tampoco hay más que mercancía. Y ciertamente es mercancía y miseria lo que se vende en el ruedo, pero también algo que es viva promesa de lo que desmiente la miseria y la mercancía. Ahora oscilamos con desgarro entre un desencanto que precisamente guarda la debida memoria de lo mejor frente a lo desvirtuado y un entusiasmo capaz de entregarse instantaáneamente a lo mejor, aparezca donde aparezca y aunque sólo sea por un instante. Pues no basta con refugiarse en el objetivismo que exige la visión rutilante o nada, sino que hay que estar alerta para no convertirse uno mismo en el mayor obstáculo a la visión. Más allá de toda complacencia con la ideología de la muerte, más allá de toda concesión a la farandulería melodramática, hay que desearel héroe y la vida, sin complicidades con la baratija ni con el derrotismo que todo lo tiene ya demasiado claro. En la plaza, como en todo lo demás, es bueno el dictamen de Nietzsche:<<Sólo el amor puede juzgar>>.


De La tarea del héroe, editorial Ariel, de Fernando Savater.

Dos maestros



Arte y Majestad


En un pueblo de Sevilla
Ha nasio Curro Romero,
Condicion noble y sencilla
De Camas es este torero.
Tiene arte y majestad,
Cuando abre su capote
Nadie lo puede igualar.

Ya la afición te persigue
Por donde quiera que vas,
Y siempre está contigo
Estés bien o estés mal.

Con verte un quite me sobra
De lo que tú sabes hacer,
Como el toro te embista
Ya tienes a la gente en pie.

Que el Gran Poder te proteja
Y te dé su bendicion,
Pa que sigas toreando
Para bien de la afición.

Curro Romero,
Tu eres la esencia
De los toreros.

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martes, 26 de julio de 2011

La locura no se padece, se elige

En contra de lo que sostienen la mayoría de profesionales en el ramo de la salud mental, yo opino que la enfermedad mental no se desencadena de forma mecanicista y determinista sino que entra dentro de la esfera de la libertad del enfermo. Pues sí, estimados lectores, creo que la locura no se padece, se elige. No me baso en ninguna teoría para sostener esto sino que proviene de mi propia experiencia, puede que esté provocada esta percepción precisamente porque no entra dentro del campo de lo objetivo sino de lo más íntimamente subjetivo y puede que por ello, muchos consideren que mi visión esté deformada por ello, es decir, que al enfermo porque lo ve desde dentro lo ve como una manifestación de su libertad cuando en realidad no lo es.
En todos mis brotes creo que tuve un momento, en el que podía elegir si deslizarme por la pendiente o evitarlo. Sí que pienso que una vez que decides deslizarte entonces se produce todo de forma mecánica y necesaria como sostienen los psicólogos y psiquiatras y ya no puedes salir de la dinámica de la patología. Y entonces pierdes la libertad, no sólo la de salir de la situación psicótica sino también todo tipo de libertad. 
¿Por qué uno apuesta por la locura en vez que por la cordura? Quizá porque uno no es lo suficientemente fuerte como para aguantar la realidad en la que vive, en ese sentido no hay mayor acto de sublevación contra el orden establecido que la locura, es lanzar un mentís a todo el campo de lo existente. Sino es el caso de todos los enfermos, creo que sí fue mi caso.
Yo no creo que la locura sea un estilo de vida, como afirma alguno de los nikosianos. Creo que la enfermedad mental existe y de una forma destructora, absolutamente devastadora. Para quien quiera ver esa cara invito a que se pase por la puerta del Centro de Día que le quede más cercano a su casa. Es un argumento más en contra del mito loco-genio o loco-interesante. Precisamente que en este último brote me hayan quedado secuelas ha sido un incentivo para mirar esa cara y temer que yo acabe como algunos de mis compañeros, totalmente recluido en mi propio mundo sin esperanzas de poder salir al universo exterior.
Pero como dijo Franco tras el atentado de Carrero Blanco, no hay mal que por bien no venga. También puedo decir que la locura me lo ha dado todo, no la locura en sí misma sino sus circunstancias. Sino me hubiera deslizado por esa pendiente quizá hubiera sido ingeniero, tendría un BMW, una casa con jardín y habría formado una familia con perrito. Y no me habría interesado por el mundo de la cultura. Es decir, habría sido un completo gilipollas. De momento me conformo con ser un gilipollas parcial.

lunes, 25 de julio de 2011

Qué es la filosofía según Fernando Savater (Segunda parte)

Inventar


 La filosofía debe dar cuenta de lo que lee y también darse cuenta de ese rendir cuentas, pero no se limita a la glosa crítica, la acotación o el escolio, sino que verdaderamente cuenta, narra. Creo que una de las aportaciones fundamentales de la intelectualidad moderna es el reconocimiento de que es posible una filosofía narrativa -la expresión es de Schelling- frente al pensamiento especulativo con ambiciones de sistema total. Filosofía narrativa: es decir, ue cuenta la verdad del texto (en el sentido perspectivista antes apuntado), pero también que cuenta de verdad su texto, es decir, que lo inventa. ¿En qué consiste eso de inventar? Por lo pronto, es lo contrario de reproducir, de repetir. El texto, la Idea, el mutuo sostén, no son el puro archivo de lo siempre idéntico, sino el lugar de posibilidad de lo radicalmente nuevo. Inventar el cuento de lo leído es contarlo desde el punto de vista del sujeto. Aquí se separan los caminos de la filosofía de los de la ciencia, pues ésta aspira a contar lo leído desde lo necesario, es decir, desde el objeto, objetivamente. El amigo de la sabiduría -según dice la irónica restricción clásica- no es el que proclama y coordina las leyes de lo necesario, es decir, lo que garantiza al objeto como auténtico objeto, sino el que cuenta las hazañas innovadoras de lo posible, esto es, lo que hace al sujeto verdadero sujeto. Al objeto todo le viene de fuera, todo se le vuelven determinaciones, todo le fija: el objeto está formado por sus mecanismos de estabilidad. El objeto debe permanecer siendo siempre idéntico a sí mismo; la objetividad es garantía de identidad, de que la cosa es lo que es y no otra cosa, de que la definición es válida. El objeto es una definición existente, si tal paradoja puede imaginarse sin demasiada inconsistencia. El sujeto, en cambio, es vocación permanente de autotransformación, modificación constante de lo dado, indefinición de lo una vez definido. La primordial tarea del sujeto es hacerse distinto de sí mismo o, para decirlo con la expresión hegeliana, "no ser lo que es y ser lo que no es". Esto no significa que el sujeto sea lo puramente indeterminado, lo plenamente inestable, sino que es más bien lo que tiende permanentemente a indeterminarse, a no dejarse agotar por ningún juego de determinaciones, a desestabilizar su propio establecimiento: y también a autoinstaurarse, a redefinirse de nuevo, a inventarse una y otra vez. Los objetos son el correlato de la ley de lo necesario, mientras que los sujetos son la exigencia permanente de lo posible.
 Contar lo leído desde el sujeto, inventar la narración para mantener abierta la posibilidad innovadora, esto es lo peculiar de la filosofía en tanto que creación. También se trata de construir, evidentemente, de ordenar, de articular el juego de las ideas en torno a nuevos núcleos de fuerza o de impulsar potencialidades teóricas que los intereses de otros sujetos habían descuidado. Lo peculiar de la invención filosófica es precisamente no conformarse con esa abstracta y desligada desnudez de las cosas que el lenguaje común llama "lo concreto", sino buscar la verdadera concreción, esto es, la relación de cada fragmento con la totalidad posible del discurso: el filósofo aspira a agotar la contradicción de la cosa, a hacer estallar completamente lo que encierra su aporía. Esa pretensión totalizadora tropieza constantetemente con el mentís que la objetualidad idéntica y repetitiva de lo necesario opone a la subjetividad, autotransformadora e indeterminada; el compromiso nunca logra anudarse a plena satisfacción de ambas partes, ni cuando el sujeto se define y determina por mor de lo necesario, objetivándose con docilidad desconsolada, ni cuando instituye su objeto de manera tan fluida y semoviente que lo convierte en pura prolongación de su propia inquietud. Por ello, el centro de lectura y de invención de la filosofía se desplaza constantemente, buscando nuevos niveles textuales des los que enfocar globalmente el material simbólico del que ha de dar cuenta. La clausura de esta posibilidad de desplazamiento, que es un avatar más del aniquilador discurso de la Verdad Única, supone una recaída en la ingenuidad prefilosófica, incluso cuando adquiere una forma tan grandiosa; sutil y reforzada como en el sistema hegeliano. Es tarea del filósofo recordar en todo momento que ningún texto ni ninguna acumulación o colección de textos, ningún ordenamiento ni trabazón de datos, puede concluir lo posible ni puede tampoco determinar en una única dirección y de una vez por todas -tal como propone el mito del progreso- el sentido de la posibilidad. Y esto nos lleva directamente al problema de la legitimación del discurso filosófico. Si no hay esa Verdad Única que el sistema instaura con sospechoso apresuramiento, si la invención de lo posible permanece abierta sin cesar, ¿cómo legitimar una opción de lectura frente a las otras? ¿Cómo saber a qué carta quedarse y cómo justificar esa elección? Porque del hecho de que la posibilidad de lo nuevo funcione realmente como motor de la lectura filosófica creadora, no se sigue que cualquier invención sea igualmente válida o que todo venga a dar más o menos lo mismo. Lo cierto sería más bien lo contrario: no sólo no da todo lo mismo, sino que nuestro propio interés por unas determinadas invenciones y nuestra indiferencia o desprecio por otras es el fundamento de legitimación al que en último término nos vemos abocados. Un discurso es verdadero cuando yo lo quiero como tal, cuando es verdad para mí. 
Aquí se echará de menos inmediatamente la objetividad, otro nombre de esa Verdad Única ante la que los diferentes particulares tienen que doblegarse. Es curioso: nunca falta alguien para llorar por la objetividad perdida y el zaherido criterio de verdad determinado intersubjetivamente -¡vamos al caos!-, pero, en cambio, nadie suele reclamar el interés personal que en el mundo de la objetividad desaparece. Porque es precisamente en el ámbito de lo objetivo donde todo nos da igual, tanto lo verdadero como lo falso o lo erróneo: ¿qué nos va ya en todo eso? Kierkegaard, sin embargo, era uno de esos pocos que echan de menos el interés peculiar y subjetivo cuando éste desaparece ante el peso de la identidad sintética: "Los hombres se han hecho demasiado objetivos para obtener la bienaventuranza eterna, pues la bienaventuranza eterna consiste justamente en un interés personal infinitamente apasionado. Y se renuncia a esto con el fin de ser objetivo. La objetividad despoja el alma de su pasión y de su interés personalmente infinito". La recuperación del interés infinitamente personal y apasionado es precisamente el objetivo de la filosofía narrativa y también su baremo de legitimación; a esto se refería Nietzsche cuando dijo que <<el criterio de la verdad está en el aumento del sentimiento de fuerza>>. Todo esto es profundamente antiplatónico, como pueden ustedes ver, y también anticonceptual y anticientífico. Y, sin embargo, me parece la única manera de no clausurar la libre innovación de lo posible. Porque la presencia de la posibilidad no puede garantizarse por medio de ningún sistema ni deducirse de determinadas premisas ni establecerse de modo objetivo alguno: sólo puede ejemplificarse en la invención narrativa,que aporta el testimonio de una experiencia de lectura radical e irreductiblemente nueva; el relato de esta experiencia debe dar lugar a nuevas formas, configuraciones distintas de lo simbólico, un estilo intransferible. Y, desde fuera, nada ha de venir a disculparnos del riesgo de tener que comprometer nuestro interés infinitamente apasionado como fundamento a nuestras verdades, de las verdades que hemos inventado a partir de lo leído.


Olvidar

 Entre la lectura y la invención es necesario franquear el puente del olvido. Quien no puede olvidar que, de un modo u otro, ha leído lo que cuenta, se asfixia en la repetición puntillosa o se esteriliza en el academicismo. El peso de todo lo que recibe ya pensado, establecido, razonado, refutado, explicado... le abruma con la fascinación de sus inagotables espejos. El bosque de las Ideas y las Formas acuñadas en el pasado no le deja ver los nuevos brotes que su subjetividad y su interés apasionado pugna por hacer crecer. Ante el agobiado por la memoria minuciosa de lo leído se abren dos caminos, ambos mutiladores de la auténtica fuerza que quiere desarrollar lo posible: por un lado, la reiteración maniática de lo ya dicho, su recensión neuróticamente fiel (como si la fidelidad misma no fuese una obsesión inalcanzable porque es en último término incomprensible: ¿fiel a qué? y ¿fiel a quién?), la exactitud en la repetición como criterio de verdad, el mundo ya acabado, clausurado ad initio, en el que ya no cabe sino la exégesis inacabable de las palabras enigmáticas y definitivas del Maestro; la segunda opción es la comezón devoradora de la originalidad, el sueño devastador de la tabula rasa, la ruptura de todos los lazos y la denuncia triunfal de cualquier filiación con lo anterior, el acuñamiento febril de nuevas terminologías, de jergas cuyo único secreto es la aspiración misma al secreto... En el primer caso, todo debe ser reducido a las fórmulas canónicas o declarado falso, según el bárbaro dilema que llevó al Califa a incendiar la biblioteca de Alejandría; en el segundo, es preciso maquillar cada idea y cada razonamiento para que no revele sus inevitables arrugas y se mantenga la ilusión de la perfecta juventud. Ambos casos son variantes de una misma reverencia al mito del origen, del cual no hay que salir ni avanzar -para no perderlo- o que hay que reimplantar por decreto cada mañana. Y también ambas posturas suponen una misma concepción de la cultura como deuda infinita que nada puede satisfacer y que , por tanto, exige sacrificar toda la vida en pago o negarla de plano, pero sin dejar de oponerse cotidianamente a su implacable demanda. Lo leído se convierte así en una maldición esterilizadora y en un obstáculo a la invención, en lugar de brindar el elemento adecuado para que el juego de la intimidad y su expresión simbólica, cuyo objetivo final es el reconocimiento de lo humano como creación libre, se efectúe de la manera más jugosa y gratificante.
Olvidar el origen ajeno de lo leído es saber que la deuda ya ha sido saldad: estamos en paz con la cultura, al manejarla, prolongarla y reinventarla. Nuestra visión es irrepetible, pero la imagen caleidoscópica que propugnamos recoge en una combinación insólita fragmentos de muy viejos cristales, quizá mucho más antiguos que los nombres que firman la versión que de ellos ha llegado hasta nosotros. Una buena forma de olvido es el arte de la cita, por medio del cual la rememoración se convierte en reinvención desde la perfecta inocencia del apropiamiento despreocupado. Elegir es recrear, como bien supo Pierre Ménard, que olvidó a Cervantes y reescribió el quiijote sin que le temblara el pulso. Es precisamente nuestra identificación apasionada con lo leído lo que permite olvidar que nos viene de otro y nos hace negar que nadie tenga mejor derecho a ello que nosotros mismos. Nuestras preferencias son más verdaderamente nuestras ue la mayoría de composiciones que producimos y, como dijo Borges, <<deberíamos estar más orgullosos de las páginas que hemos leído que de las que hemos escrito>>.  Añado a este lúcido dictamen que la pasión por aquéllas expresa quizá mejor nuestra originalidad que la fábrica algo mecánica de éstas. En cualquier caso, la perfecta asimilación de lo leído merced al olvido de la deuda cultural nos permite llevar a bien toda suerte de vigorizadoras trampas que constituyen el meollo de la invención filosófica, y por medio de las cuales se avecinan piezas de textos nacidos en suelos teóricos muy diferentes y se posibilitan injertos afortunados. Por medio de ese arte combinatoria, que sólo una lectura transversal como la de la filosofía puede permitirse, se revelan los parentescos sutiles de las ideas, las afinidades efectivas de los razonamientos y los enfoques, los contrastes violentamente polémicos entre doctrinas que se ignoran o creen repetir fundamentalmente el mismo mensaje. A veces, la hipótesis especulativa de un corlario en apriencia insignificante puede revelar todo lo monstruoso o lo contradictorio de un gran edificio conceptual; una observación oscura cuya perplejidad asoma a pie de página da lugar al ambicioso imperialismo de un nuevo sistema, mientras algún descuido teórico de un gran pensador suele tener más discípulos y crear más escuelas que sus mejores aciertos. La invención filosófica tiene algo de rompecabezas, pero el resultado de tal rompecabezas no es reproducir un cuadro previamente propuesto, sino la invención de la auténtica novedad, a partir de lo sabido y de la identificación apasionada con lo leído que no recuerda el peso castrador de la deuda cultural. En último término, el olvido es ese punto ciego que permite ver, esa condición indecible de lo que posibilita nuestro decir, ese vínculo impensable por el que nuestro pensamiento se liga a la espontaneidad opaca de la voluntad, cuya representación infinitamente variada es el pensamiento mismo. Allí desaparecen los individuos como entidades histórico-sociales determinadas y nace la colectividad misteriosa de las fuerzas que que se niegan a decir su nombre y se enmascaran tras la abreviatura insuficiente del nuestro. Lo que brota del olvido ha sufrido una transfiguración regeneradora, nace de nuevo, nace nuevo: las aguas del Leto garantizan la perpetua novedad del alma, su liberación de las determinaciones que el pasado quiere imponersele y también del agobio de heredar viejos proyectos que no hacen sino hipotecar el futuro, alejándolo. Por expresarlo con las inmejorables palabras de Nietzsche: <<Tal es el beneficio de la activa capacidad de olvido, una guardiana de la puerta, por así decirlo, una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta; con lo cual resulta visible enseguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente>>.

De La tarea del héroe, editorial Ariel, de Fernando Savater.

domingo, 24 de julio de 2011

La lista de la compra


Una canción que me gusta mucho de La cabra mecánica, con la actuación especial de María Jiménez.

Qué es la filosofía según Fernando Savater (Primera parte)

Leer, inventar, olvidar

<<Que el que olvidar solicita,
no olvida cuando se acuerda
de qué se acuerda que olvida.>>

                    Calderón de la Barca

Yo no sé qué es filosofía ni creo que pudiera saberlo aunque quisiera, porque filosofía es lo que usted y yo -o cada uno de ustedes por su lado y yo por el mío- decidamos que hemos de considerar como tal. Será entonces filosofía lo que el plan de estudios de la carrera así llamada decida en el BOE, lo que haya qué saber para conseguir plaza en unas determinadas oposiciones, lo que hacen los que tienen ya título oficial de filósofos y también lo fabricado por la nueva policía de aduanas de las fronteras científicas, por los soñadores de la Enciclopedia irrefutabla, los funcionarios de la Verdad y del Bien (ambos términos con mayúscula), los nuevos utopistas, los desencantados críticos de la utopía, los clérigos y teólogos vergonzantes, los comisarios políticos de la producción teórica, los intelectuales orgánicos -a quienes, por cierto, suelen funcionarles bien todos los órganos menos el más intelectual de ellos, el cerebro- y, en general, lo que segregamos quienes desde lo mundano o lo ovetense no encajamos nuestras divagaciones en nicho más conveniente de la vigente distribución del camposanto cultural. En una palabra, se diría que la palabra misma <<filosofía>> nos es, hoy por hoy, más necesaria, atormentadora y fascinante que lo que un día se arropó bajo ella; podemos prescindir de lo que ayer se llamó <<filosofar>>, pero no de llamar <<filosofía>> a ciertas cosas que hoy hacemos.
Dicho esto, no voy a tener la desfachatez de proponer una nueva y ésta-sí-que-buena definición de filosofía que tenga precisamente la virtud de ajustarse a lo que yo mismo produczco en este ramo tal como el guante de Gilda a la bofetada de Glenn Ford. Ni siquiera insistiré más allá de lo que la ironía lo requiera en llamar filosofía a esto que hago. Voy a limitarme a formular lo ue Jonathan Swift hubiera llamado <<una modesta proposición>>, advirtiendo, eso sí, que tan lejos estoy de considerarme un Gulliver entre liliputienses como de temer que me he perdido en la palma de la mano de algún gigante. Mi modesta proposición; la hago sin otro objetivo que el muy altruista de que hoy tengamos algo que discutir. Y quiero formularla así: <<Filosofar es (como) un aprender a leer para llegar a inventar por medio del olvido>>. Sea el resto de mi intervención una relativa elucidación de lo que entiendo por cada una de las tres palabras que forman el núcleo de esta discreta proposición y que son las tres que dan título a la ponencia que ya estoy defendiendo aun ntes de que nadie haya tenido ocasión pública de atacarla.


Leer



El campo de la filosofía, aquello con lo que el filósofo tiene que vérselas, no es lo real, puesto que la <<realidad>> es una noción filosófica y no hay más <<realidad>> que la filosóficamente postulada, no es el mundo -ni el orden del mundo-, como tampoco es lo que ocurre, los hechos, las causas últimas del acaecer, aquello de lo que está hecho lo que nos hace o cualquier otra de las habituales fórmulas mágicas que tratan de sacar a la filosofía de sí misma y precipitarla en la ignota selva virgen que late en su exterior. Todas estas jaculatorias son resultados del filosofar, inventos filosóficos, precisos y preciosos autómatas fabricados en el instituto mismo de la filosofía, la cual después, cuando se tropieza con ellos, finge el asombro de quien halla un hallazgo original. Idéntico pasmo aparentó Miguel Ángel, según cuentan, cuando desenterró en su jardín la supuesta escultura romana que él mismo había tallado la semana anterior... No sabemos con que tipo de entidades tuvieron que vérselas los inimaginables protopensadores que pusieron en marcha todo el invento; pero nosotros nos movemos en un mundo que ya es filosófico, en una realidad sólidamente conceptual, configurada hasta la médula por Ideas. La filosofía no puede partir más que de sí misma; instaura y alimenta su propio juego, produce sus condiciones de posibilidad. El material sobre el que el filósofo se ejerce es ya primordialmente filosófico, lo cual no equivale a decir, claro está, que sea únicamente filosófico. En una palabra, filosofar es confrontarse con lo que está escrito, con los textos filosóficos previos entre los que chapoteamos. La filosofía no tiene otro campo de juego que lo legible, la escritura, la baba gráfica que deja al arrastrarse el caracol ideológico; sólo se la entiende con textos, con justificaciones, apologías, palinodias, catilinarias, explicaciones, tratados, relatos, informes, memorias, códigos... Filosofar consiste, pues, en buena medida, en disponerse a leer de un modo particular; si no se hubiese abusado tanto últimamente del término <<transversalidad>>, podríamos utilizarlo ahora para calificar esta forma de lectura que se pretende no lineal, que cruza los textos sin aposentarse definitivamente en ellos y sin seguir dócilmente el itinerario trazado, que levanta la piel de lo escrito para ver hasta dónde llegan las raíces de las palabras y de qué humus se alimentan. Cada texto se lee desde sí mismo, desde los otros que se reflejan en él y también desde lo que se oculta bajo su más o menos plácida superficie. La metáfora visual -artística- más perfectade la forma de ser de la escritura nos la brinda un conocido grabado de Maurits Escher, el titulado Tres Mundos. Lo que en él vemos es una capa transparente y reflectante de agua, sobre la que flotan infinidad de hojas de distintas formas; éste es el primero de los tres mundos, y ahí se reflejan los descarnados árboles otoñales que montan su guardia en la invisible orilla del río, el segundo mundo, el fantasmal apremio de lo exterior; en primer término, bajo la superficie perfectamente cristalina, podemos contemplar el deambular perezoso de un pez, habitante del tercero de los mundos a los que se refiere el título de la composición. Ni los árboles exteriores ni el pez inconsciente que nada bajo las aguas agotan la verdad del estanque, que tampoco sabrían ser sin ellos: aviso para sociólogos y psicoanalistas. La capa de agua tiene su propio estatuto, su realidad peculiar, pero necesita hojas, reflejos y transparencias para manifestarse, para salir del letargo de la potencialidad sin más. El grabado de Escher no recoge, sin embargo, el fundamental elemento activo de todo el proceso, la incesante capacidad transformadora de las tranquilas aguas, aprovechando con aplicación las hojas que los árboles les regalan para mantenerse puras y oxigenadas, así como para alimentear a los secretos nadadores que recorren en silencio interio. En ese estanque de la escritura, filosofar no equivale sin más a bucear, ni tampoco a practicar el esquí acuático o a inventariar cuidadosamente las hojas que flotan en la superficie, clasificándolas con rigor según el árbol de ue proceden: se trata en cambio de recorrer transversalmente los tres mundos, su relación de dpendencia y la libertad de su oposición, las inversiones que la situación de cada uno de ellos posibililita, las simulaciones ue encubren, la plasticidad creadora que no cesa de actuar... 
La filosofía es un decidirse a leer mejor, a no desvincular cada texto de los otros ni de las condiciones de posibilidad de sí mismo, pero sin encharcarlo irremediablemente con el aguacero de todo lo que es ajeno. Cada texto debe ser leído desde sí mismo -desde su coherencia, su conveniencia, su disposición íntima- y aún más: debe ser leído desde su punto más alto, según lo más innegablemente fuerte de su argumentación. Quien lee exclusivamente para liberarse de o para invalidar a, no se atreve -evidentemente por convencimiento de la debilidad propia- a asumir el punto de lectura filosófico. Pero también cada texto es leído en búsqueda de los otros textos que encierra su filigrana, de los textos que comenta o contra los que combate: así las obras de pensamiento occidentales como intrincado escolio de siglos al decir de los griegos (sobre todo de Platón), o los sistemas que no son sino apologías de una determinada legislación o resistencia frente a ella, o los que son cristalización de una forma de carácter, como supuso William James, etc. En último término lo más importante es esto: siempre se lee el texto desde otro texto. Determinar desde dónde leemos nos obligará a una nueva lectura, para la cual también tendremos que asumir un texto clave: esto equivale a decir que sólo se puede estudiar una filosofía partiendo de otra, que, por más que nos esforcemos, el punto inicial de reflexión, el grado cero de la metafísica, la aurora de la razón, son inalcanzables mitos de origen, cuya indudable fuerza evocadora se desvanece al intentar leerlos de modo histórico. No hay lectura inocente, esto es, filosóficamente neutral: hay que tomarse realmente en serio lo del pecado original y aceptar que la inocencia de quien puso por vez primera a cada cosa su nombre verdadero se ha perdido sin apelación posible. En la Biblioteca de Babel, algunos de sus azorados habitantes gastaban su vida buscando el catálogo de catálogos, el libro que sirviese de clave definitiva a todos los demás, pero Borges insinúa que este propósito era disparatado o pereverso: en filosofía, desde luego, una pretensión equivalente merece ambos calificativos. Ese libro de libros, ese nivel textual que ya no sería una posición entre otras, sino un escalón eternamente firme desde el que contemplar sin oscilaciones el universo de lo dicho, ese criterio a cuya aplicación inexorable deberían rendirse errores, supersticiones y sofismas, ese espectro dogmático que rueda hasta nosotros desde Platón es la Verdad con mayúscula, llamada también a veces Realidad con mayúscula y, más recientemente, Identidad Sintética, con dos mayúsculas como dos soles. La Verdad es lo Real, la Realidad es lo Verdadero: cuando uno alcanza por fin a situarse en esa mágica identidd, aunque sólo logre ponerle un pie encima, aunque sólo consiga un pequeño jirón, una mínima cabeza de playa dese la que organizar el resto de la invasión ontológica, ya está uno más allá y más acá de todos los textos habidos y por haber; se deja ya de ser tendencioso y parcial amigo de la sabiduría para convertirse en sabio declarado; pero este orgullo diabólico devuelve a la simplicidad anterior al pecado original. En efecto, el conocimiento filosófico nace de la imposibililidad de seguir creyendo que las cosas tienen un nombre verdadero, que el hombre puede imponer o descubrir en los habitantes del Jardín; pero quien alcanza la Verdad o lo Real, aunque la dosis sea muy pequeña, ya vive la serenidad plácida del paraíso preadamita. Pues bien, todo lo que aquí he dicho aspira a combatir la funesta propensión a la Verdad, el vértigo del texto inmaeditato desde el que pudiera seguirse el hilo de la universal mediación. En el aprendizaje de lectura que propongo, es preciso acatar la relatividad de la perspectiva de toda verificación o invalidación; lo único que puede lícita -o sea, filosóficamente- decirse es <<desde cierto textos (que ahora es mío), aquel otro es redundante, incompatible, ilegible, demoledor, evidente, reforzador, falso, etc.>>

sábado, 23 de julio de 2011

El espacio de lo posible o la entrada al laberinto

El dilema de mi vida no es político sino ético. ¿Cómo vivir la vida o cómo hacer la vida más aceptable? De esta pregunta se sigue, cómo de otras muchas, ¿Qué entra dentro de lo terreno de lo posible, qué es lo que se puede conseguir?
Esta es mi entrada al laberinto. El capitán Ahab quería capturar a la ballena para rasgar la realidad y ver lo que se ocultaba detrás. La respuesta que le dio el cetáceo blanco no podía ser más clara, la muerte. El método que me gustaría emplear para comprobar qué es lo posible es la de golpear al azar, adentrarme por senderos no hollados todavía por nadie, no sé si lo conseguiré.
El azar es el espacio donde la posibilidad se halla más libre, de hecho el azar es pura posibilidad. En el campo de lo posible, el azar, hay mucho por ganar aunque también mucho que perder, la vida incluida. Y la forma de pasar desde el reino de lo necesario al espacio de lo posible es mediante la acción. La acción es la cama donde le ponemos los cuernos al destino.
Yo creo que la vida es una aventura. Vivir la vida como una aventura es una cuestión de perspectiva, salir de casa e ir al estanco a comprar un cartón de tabaco se puede vivir con tanta intensidad como navegar el Amazonas. O incluso más, teniendo en cuenta la burocratización de las compañías turísticas en esta clases de epopeyas pues ahora para subir el Everest hay que presentar autorización, sacar ticket y fichar en el reloj de la mercantilización de la experiencia.
Un proyecto de vida o estar al tanto de las teorías éticas ayuda a percibir la vida como una aventura. Ortega decía que convenía entender el término moral como “tener más moral que el alcoyano” y que el que tiene ética vive más que el que no la tiene por contraposición a la idea general que tiene la gente de la ética como cosa de curas y fundamento de represión sobre todo sexual.
La palabra virtud viene de la latina vir que significa fuerza, es un instrumento que hace a la persona que la emplea mucho más fuerte. Nietzsche que normalmente se le considera amoral y precisamente, nadie más moralista que él, otra cosa es que su moral coincidiera con la de la época y precisamente por eso nadie más moralista porque lo que él pretendía era que el hombre creara sus propios valores. Savater argumenta que el nazismo lo único que hizo fue crear un rebaño de ovejas rabiosas pero ningún auténtico lobo que era lo que pretendía Nietzsche, que según Savater, es algo mucho más cruel y peligroso.
Quien pretenda crear sus propios valores, seguir un camino diferente y arriesgarse a entrar al campo de lo posible deberá recaer sino en el aislamiento si en la más profunda soledad. Y es bastante probable que le tenga que mirar a los ojos a la muerte. Y a la vida que es mucho más peligrosa que la muerte, como decía Bukowski. Es el precio por salir del redil.
Supongo que comprobar que pertenece al espacio de lo posible y que es lo que es imposible se logra comprender –y creo que comprenderlo del todo no se logra jamás- con la experiencia, a medida que vas elaborando tu biografía y vas de lucha en lucha con sus respectivas derrotas y triunfos y sobre todo con la transfiguración interna que dejan mella en ti esas batallas.
Dije en la presentación que estaba enamorado de la vida y es cierto. Dije que no creía en la amistad pero no escribí que creo que hay que tener amigos. En un libro de Enric Vila (que no llegué a leer entero y lo tengo que hacer) El nostre heroi Josep Pla, dice que en estos tiempos se necesita más que nunca de maestros que prediquen la amistad y creo que tiene razón. Dejé caer que el amor era una trampa pero no expliqué que era una trampa en la que estaba dispuesto a caer las veces que hiciera falta. De hecho creo que no he hecho otra cosa en este blog que hablar de amor. Todavía no estoy de vuelta porque creo que para estar de vuelta hace falta haber ido y a mí aún me falta por ir a muchas partes. A explorar el espacio de lo posible, golpeando el azar.

jueves, 21 de julio de 2011

La tarea política de nuestro tiempo

(Libros de Referencia: La tarea del héroe de Fernando Savater y Después de la pasión política y En contra de la indiferencia de Josep Ramoneda)

A mí modo de ver, la tarea política de nuestro tiempo se trata de recuperar la política. Recuperar la política del secuestro a la que se ha visto sometida por parte de los poderes económicos. Esto ya lo han advertido diversos intelectuales desde hace tiempo y con el fenómeno de la crisis se ha puesto de manifiesto de forma extremadamente clara.
En nombre de la economía estamos asistiendo ante un desmantelamiento del Estado del Bienestar. Logros que nos ha costado siglos de conseguir, que se han pagado con mucho esfuerzo e incluso con sangre, se están sacrificando ante el moloch de la economía y la sostenibilidad del poder financiero. Ante la situación actual, la lucha de la izquierda –si es que este término tiene todavía sentido- ya no es la de profundizar en los derechos laborales, sociales, económicos, etc de las personas más desfavorecidas sino la de mantenerlos a salvo de la involución neoliberal (que es lo que está pasando en Catalunya con Convergencia, donde se han producido serios recortes en sanidad y educación y a los funcionarios se les obligará a trabajar más horas, reduciéndoles el salario). Hemos llegado al punto, que el izquierdista más aventurado no le queda más remedio que ser conservador.
Una de mis principales preocupaciones vitales en estos tiempos consiste en reconocer lo que es posible de lo que no lo es. ¿Es posible una alternativa a las medidas regresivas que está adoptando el gobierno y que probablemente aplique el PP cuando alcance el poder? No lo sé, no soy experto en economía y precisamente esa es la arma que esgrimen los políticos para privilegiar a esa casta de brahmanes que son los potentados del poder económico. Se escudan en los galimatías económicos para justificar políticas restrictivas a los avances en derechos de los trabajadores y beneficiar o al las clases más favorecidas, muchas veces en detrimento de las personas más oprimidas económicamente.
Yo quiero creer que sí existen alternativas y por eso apoyo el movimiento 15-M. Ha habido actuaciones (como lo que sucedió en el parlament de Catalunya, aunque también habría de analizar que condicionantes se dieron para que se produjera, si los que lo produjeron eran infiltrados o fanáticos violentos no representativos del movimiento, etc) con las que no estoy de acuerdo, pero hay que reconocer que la tónica general ha sido la de un comportamiento no-violento, lo que le da legitimidad ética para realizar sus acciones. El movimiento de los indignados plantea una alternativa a la sumisión de los políticos ante los poderes financieros, pues es falso que carezcan de programa, podéis encontrar sus propuestas en su página web, mediante una mayor transparencia democrática, un acercamiento de las distancias de los ciudadanos a la casta de los que detentan el poder y un mayor control a los abusos de poder tanto político como económico, las medidas que proponen los indignados coinciden con los fines políticos que Fernando Savater plantea en su libro La Tarea del Héroe, premio nacional de Ensayo 1982 (que los llamó hatajo de mastuerzos por los incidentes del parlament, véase lo que digo sobre esto unas líneas más arriba).
Hubo un eslogan en Plaza Catalunya que me gustó mucho: “Si luchas puedes perder, si no luchas estás perdido”. El objetivo de la ilustración fue la emancipación del individuo, es decir, que el ciudadano conquiste mediante el pensamiento crítico su propia libertad. Aunque en esta época que llamamos postmoderna el metarrelato de la ilustración haya quedado deslegitimado, creo que sería un error renunciar a la lucha por la autonomía del individuo. De modo prioritario, ante uno de los puntos más oscuros de las democracias actuales: la del mundo laboral. Con la tecnología orientada a aumentar la producción hasta el infinito (pues el mismo sistema siempre está generando necesidades nuevas para aumentar el consumo), reduciendo el esfuerzo solamente lo que se crea conveniente y mantener la relación amo-esclavo en lugar de estar dirigida a plantear un sistema laboral más emancipador, más creativo y más, ¿por qué no atrevernos a decirlo?, más lúdico. Con el aumento de las horas de trabajo, en lugar de reducirlas y que disminuyan el número de parados, etc. Con el aumento de la edad de jubilación y del número de años cotizados para obtener la máxima cuota de pensión. No es hora ya de cambiar el modelo laboral por otro mucho más humano, destruir su nihilismo orientándolo hacia las personas y no hacia las mercancías.
Liberar a la política del secuestro ejercido por los poderes económico y devolverla a sus legítimos propietarios, los ciudadanos. Esa es la tarea en la que me gustaría colaborar no por altruismo sino por el egoísmo más intimo de los que pueden existir. El hallazgo de mi propia autonomía, de mi propia libertad.

miércoles, 20 de julio de 2011

Bonus Track de El Reno Renardo ( 2 ). El ganapan de Machado.

CAMPOS DE SORIA
               
                    I

  Es la tierra de Soria árida y fría.
Por las colinas y las sierras calvas,
verdes pradillos, cerros cenicientos,
la primavera pasa
dejando entre las hierbas olorosas
sus diminutas margaritas blancas.
  La tierra no revive, el campo sueña.
Al empezar abril está nevada
la espalda del Moncayo;
el caminante lleva en su bufanda
envueltos cuello y boca, y los pastores
pasan cubiertos con sus luengas capas.
                
                        II
  
Las tierras labrantías,
como retazos de estameñas pardas,
el huertecillo, el abejar, los trozos
de verde obscuro en que el merino pasta,
entre plomizos peñascales, siembran
el sueño alegre de infantil Arcadia.
En los chopos lejanos del camino,
parecen humear las yertas ramas
como un glauco vapor —las nuevas hojas—
y en las quiebras de valles y barrancas
blanquean los zarzales florecidos,
y brotan las violetas perfumadas.
                
                      III

Es el campo undulado, y los caminos
ya ocultan los viajeros que cabalgan
en pardos borriquillos,
ya al fondo de la tarde arrebolada
elevan las plebeyas figurillas,
que el lienzo de oro del ocaso manchan.
Mas si trepáis a un cerro y veis el campo
desde los picos donde habita el águila,
son tornasoles de carmín y acero,
llanos plomizos, lomas plateadas,
circuidos por montes de violeta,
con las cumbres de nieve sonrosado.
                
                     IV

¡Las figuras del campo sobre el cielo!
Dos lentos bueyes aran
en un alcor, cuando el otoño empieza,
y entre las negras testas doblegadas
bajo el pesado yugo,
pende un cesto de juncos y retama,
que es la cuna de un niño;
y tras la yunta marcha
un hombre que se inclina hacia la tierra,
y una mujer que en las abiertas zanjas
arroja la semilla.
Bajo una nube de carmín y llama,
en el oro fluido y verdinoso
del poniente, las sombras se agigantan.
                
                         V

La nieve. En el mesón al campo abierto
se ve el hogar donde la leña humea
y la olla al hervir borbollonea.
El cierzo corre por el campo yerto,
alborotando en blancos torbellinos
la nieve silenciosa.
La nieve sobre el campo y los caminos,
cayendo está como sobre una fosa.
Un viejo acurrucado tiembla y tose
cerca del fuego; su mechón de lana
la vieja hila, y una niña cose
verde ribete a su estameña grana.
Padres los viejos son de un arriero
que caminó sobre la blanca tierra,
y una noche perdió ruta y sendero,
y se enterró en las nieves de la sierra.
En torno al fuego hay un lugar vacío
y en la frente del viejo, de hosco ceño,
como un tachón sombrío
—tal el golpe de un hacha sobre un leño—.
La vieja mira al campo, cual si oyera
pasos sobre la nieve. Nadie pasa.
Desierta la vecina carretera,
desierto el campo en torno de la casa.
La niña piensa que en los verdes prados
ha de correr con otras doncellitas
en los días azules y dorados,
cuando crecen las blancas margaritas.
                
                  VI
  
¡Soria fría, Soria pura,
cabeza de Extremadura,
con su castillo guerrero
arruinado, sobre el Duero;
con sus murallas roídas
y sus casas denegridas!
  ¡Muerta ciudad de señores
soldados o cazadores;
de portales con escudos
de cien linajes hidalgos,
y de famélicos galgos,
de galgos flacos y agudos,
que pululan
por las sórdidas callejas,
y a la medianoche ululan,
cuando graznan las cornejas!
  ¡Soria fría!  La campana
de la Audiencia da la una.
Soria, ciudad castellana
¡tan bella! bajo la luna.
                
                 VII

¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas
por donde traza el Duero
su curva de ballesta
en torno a Soria, obscuros encinares,
ariscos pedregales, calvas sierras,
caminos blancos y álamos del río,
tardes de Soria, mística y guerrera,
hoy siento por vosotros, en el fondo
del corazón, tristeza,
tristeza que es amor! ¡Campos de Soria
donde parece que las rocas sueñan,
conmigo vais! ¡Colinas plateadas,
grises alcores, cárdenas roquedas!...
                
                    VIII

He vuelto a ver los álamos dorados,
álamos del camino en la ribera
del Duero, entre San Polo y San Saturio,
tras las murallas viejas
de Soria —barbacana
hacia Aragón, en castellana tierra—.
Estos chopos del río, que acompañan
con el sonido de sus hojas secas
el son del agua, cuando el viento sopla,
tienen en sus cortezas
grabadas iniciales que son nombres
de enamorados, cifras que son fechas.
¡Álamos del amor que ayer tuvisteis
de ruiseñores vuestras ramas llenas;
álamos que seréis mañana liras
del viento perfumado en primavera;
álamos del amor cerca del agua
que corre y pasa y sueña,
álamos de las márgenes del Duero,
conmigo vais, mi corazón os lleva!
                
                      IX

¡Oh, sí!  Conmigo vais, campos de Soria,
tardes tranquilas, montes de violeta,
alamedas del río, verde sueño
del suelo gris y de la parda tierra,
agria melancolía
de la ciudad decrépita.
Me habéis llegado al alma,
¿o acaso estabais en el fondo de ella?
¡Gentes del alto llano numantino
que a Dios guardáis como cristianas viejas,
que el sol de España os llene
de alegría, de luz y de riqueza!

Bonus Track de El Reno Renardo ( 1 ). Bécquer no era idiota ni Machado un ganapan.

En homenaje a mis antepasados y a mi familia paterna, compárese con la del Reno Renardo y júzguese:



Y dos canciones más de este grupo (me ha gustado mucho este grupo en especial, los tres posts sobre música friki se lo debo a David Saiz, http://s-quovadis.blogspot.com/) con las que estoy bastante de acuerdo.

Vomito (parodia de Bonito, la canción de Jarabe de Palo):





Todos contra el canon (antiSGAE):







El reno renardo

¡Los más grandes! Grupo de metal libre freak, os dejo unas cuantas canciones.

Enterradme en Media markt (se la dedico a tecnosexuales, telecos e ingenieros informáticos):




Camino Moria (versión de Camino a Soria de Gabinete Caligari adaptado a El señor de los anillos):




Crecí en los ochenta:




Espera farru que me quito:













martes, 19 de julio de 2011

Androide Aceituna

Si Luigi fuera presidente del gobierno hace rato que hubiéramos salido de la crisis. ¡Fontaneros al poder!

Brother Luigi:





Mis amigos los transformers:






lunes, 18 de julio de 2011

El gran Jonathan Richman

Lo que pasa cuando un cantante guiri mete una canción en inglés en un traductor de principios del dos mil y la cambia a castellano. ¡Que las disfrutéis!

Vampiresa mujer



Papel de chicle





El Tren Expreso (Canto III)

CANTO TERCERO

El crepúsculo

I

Cuando un año después, hora por hora,
hacia Francia volvía
echando alegre sobre el cuerpo mío
mi manta de alamares de Zamora,
porque a un tiempo sentía,
como el año anterior, día por día,
mucho amor, mucho viento y mucho frío,
al minuto final del año entero
a la cita acudí cual caballero
que va alumbrado por su buena estrella;
mas al llegar a la estación aquélla
que no quiero nombrar, porque no quiero,
una tos de ataúd sonó a mi lado,
que salía del pecho de una anciana
con cara de dolor y negro traje.
Me vio, gimió, lloró, corrió a mi lado,
y echándome un papel por la ventana,
-Tomad -me dijo- y continuad el viaje-
Y cual si fuere una hechicera vana
que después de un conjuro, en la alta noche
quedase entre la sombra confundida
la mujer, más que vieja, envejecida,
de mi presencia huyó con ligereza
cual niebla entre la luz desvanecida,
al punto en que, llegando con presteza
echó por la ventana de mi coche
esta carta tan llena de tristeza,
que he leído más veces en mi vida
que cabellos contiene mi cabeza. 

II

<<Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros,
cuenta os dará de la memoria mía.
Aquel fantasma soy que, por gustaros,
juró estar viva a vuestro lado un día.
<<Cuando lleve esta carta a vuestro oído
el eco de mi amor y mis dolores,
el cuerpo en que mi espíritu ha vivido
ya durmiendo estará bajo unas flores.
<<Por no dar fin a la ventura mía,
la escribo larga... casi interminable...
¡Mi agonía es la bárbara agonía
del que quiere evitar lo inevitable!
<<Hundiéndose al morir sobre mi frente
el palacio ideal de mi quimera,
de todo mi pasado, solamente
esta pena que os doy borrar quisiera.
<<Me rebelo a morir, pero es preciso...
¡El triste vive y el dichoso muere!...
¡Cuando quise morir, Dios no lo quiso;
hoy quiero vivir, Dios no lo quiere!
 <<¡Os amo, sí! Dejadme que habladora
me repita esta voz tan repetida;
que las cosas más íntimas ahora
se escapan de mis labios con mi vida.
<<Hasta furiosa, a mí que ya no existo,
la idea de los celos me importuna;
¡juradme que esos ojos que me han visto
nunca el rostro verán de otra ninguna!
<<Y si aquella mujer de aquella historia
vuelve a formar de nuevo vuestro encanto,
aunque os ame, gemid en mi memoria:
¡yo os hubiera también amado tanto!...
<<Mas tal vez allá arriba nos veremos
después de esta existencia pasajera,
cuando los dos, como en el tren, lleguemos
de nuestra vida a la estación postrera.
<<¡Ya me siento morir!... ¡El cielo os guarde!
Cuidad, siempre que nazca o muera el día,
de mirar al lucero de la tarde,
esa estrella que siempre ha sido mía.
<<¡Nunca olvidéis a esta infeliz amante
que os cita, cuando os deja, para el cielo!
Si es verdad que me amasteis un instante,
¡Llorad, porque eso sirve de consuelo!...
<<¡Oh Padre de las almas pecadoras!
¡Conceded el perdón al alma mía!
¡Amé mucho, señor, y muchas horas
mas sufrí por mas tiempo todavía!
¡Adiós, adiós! Como hablo delirando,
no sé decir lo que deciros quiero,
Yo sólo se de mí que estoy llorando,
que sufro, que os amaba y que me muero.>>

III

Al ver de esta manera
trocado el curso de mi vida entera
en un sueño tan breve,
de pronto se quedó, de negro que era,
mi cabello más blanco que la nieve.
De dolor traspasado
por la más grande herida
que a un corazón jamás ha destrozado
en la inmensa batalla de la vida,
ahogado de tristeza,
a la anciana busqué desesperado;
mas fue esperanza vana,
pues, lo mismo que un ciego, deslumbrado,
ni pude ver la anciana,
ni respirar el aire de pureza,
por más que abrí cien veces la ventana
decidido a tirarme de cabeza.
Cuando, por fin, sintiéndome agobiado
de mi desdicha al peso,
y encerrado en el coche maldecía
como si fuese en el infierno preso,
al año de venir, día por día,
en mi grande inquietud y poco seseo,
sin alma y como inútil mercancía,
me volvió hasta París el tren expreso.