lunes, 28 de marzo de 2011

Encuentro con el destino

1.


-          ¿Qué es lo que sabemos? Nada…

Esto dijo la señora Pepi, dueña del bar La Faisana, justo en la frontera del barrio del Carmelo con la barriada de La Font d’en Fargues. Yo, como siempre, estaba tomándome un cacaolat y fumando sin parar, mientras leía Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé –novela que situó, precisamente, ese barrio en el atlas geográfico de la literatura. Reflexionaba sobre si todo estaba dicho en literatura. No, desde luego que no. La literatura es un arte que nace de la experiencia vital del individuo con la realidad y esta experiencia es siempre irrepetible.

-          ¡Roberto, tú siempre leyendo! –me gritó, alejándome de mis pensamientos, la señora Pepi..
-          Es lo único que sé hacer –repuse.

Roberto Onairos, ese es mi nombre. De profesión, trastornado descarriado. Pero siempre soñé con ser escritor, aunque ese siempre, implique desde mi segundo nacimiento, cuando ingresé por primera vez en el psiquiátrico. Por eso no bebía un quinto, sino un cacaolat. Si tomas medicación antipsicótica los médicos te prohíben el alcohol. En esos días intentaba convertirme en escritor presentándome a pequeños concursos literarios, por supuesto, jamás logré nada. Mi literatura (si es que se puede llamar literatura) nacía en el fracaso y debía morir en el fracaso. Pero no me resignaba y ese día, quería escribir un relato para un certamen literario que convocaba un café de Valladolid.

-          ¡Eh, Roberto! Ha llegado la persona que estabas buscando.

Me giré enseguida y vi a un señor de anchas espaldas sentado en un taburete en la barra de zinc. En su brazo derecho, colgando, llevaba un paraguas a cuadros de color marrón y escuché como, con voz nasal, pedía un quinto con unas aceitunas rellenas.

-          Ahora es la mía –pensé

Cerré el libro, lo metí en la bolsa, me levanté de la silla y me dirigí a su lado en la barra. Examiné su rostro, un rostro duro, de boxeador, de alguien marcado por las vicisitudes de la vida. Sus manos eran grandes, robustas, surcadas de arrugas. Su complexión fuerte y ancha. Concluí que debía tener alrededor de la sesentena.

-          Disculpe caballero. ¿Puedo sentarme al lado de usted?
-          Sí, cómo no. –respondió una voz, aunque nasal, grave y firme.

Entonces, le expliqué que la señora Pepi me dijo un día que aquí venía, de vez en cuando, un escritor y que yo era un escritor en agraz interesado en tener contactos con gente que escriba, etc. Él me escuchaba atentamente sin mostrar ninguna emoción. Después le conté lo que estaba leyendo en ese momento, Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé, que me parecía de una gran calidad literaria.

-          ¿Te apetece dar un paseo? –me dijo al terminar las olivas.


2.

Un escritor de 64 años que jamás ha publicado nada, no sé que voy a sacar de todo esto –pensaba para mis adentros.
Miquel Perllossa, así se llamaba el “escritor”, trabajaba de revisor de contadores de gas en el distrito de Gracia. Un día que volvía del trabajo en la línea 24 de autobuses, se durmió y en lugar de bajarse en su parada, llegó hasta el final. Entró en el bar La Faisana y le gustó ese ambiente, un bar pequeño y proletario. Le recordaba el mundo obrero que le contaba su abuelo, de antes de la guerra. Y de ese modo, decidió pasarse por ahí cada fin de semana. Le gustaba escribir pero no tenía interés en publicar nada, lo único que le aportaba su tarea de escritor, era una tarjeta de presentación para no decir que era revisor de contadores de gas. Había escrito hasta ese momento, tres libros de cuentos y  dos novelas.
Después de dar una vuelta por la montaña de la Rovira, fuimos a parar al mirador. Se veía enfrente nuestro el mar y la silueta de La Sagrada Familia recortándolo. Las Torres de la Vila Olimpica, la torre Agbar, etc. eran los edificios más destacados que se veían desde nuestra posición. Nos sentamos en un banco. Al lado nuestro había una pareja haciéndose caricias y arrumacos.

-          Bueno ¿y cuáles son tus influencias? –le pregunté tras un silencio embarazoso.

No me contestó, lo único que dijo fue: “¿Me acompañas a mi casa?”.


3.

La séptima planta de un edificio de Travessera de Dalt. Se me antojó un piso de pequeño burgués. Sus padres habían sido comerciantes y llegaron a labrarse una buena posición tras la guerra. Pero él siempre había sido mal estudiante y tras haber sido aprendiz de contable, probó en los más diversos trabajos, hasta que recaló en el actual.
En el salón estaba su biblioteca, me sorprendió que apenas tuviera una docena de libros.

-          Es que no suelo comprar libros. Los cojo de las bibliotecas públicas –contestó a un comentario que le hice al respecto.

Ya sólo por el salón, daba la impresión de que estaba soltero, todo desorganizado y una colección de videos porno tirada por el suelo.

-          Perdona el desorden, a esta hora es cuando acostumbro a limpiar.

Me invitó a una coca-cola (ya le había comentado mis problemas mentales y sabía que no podía beber alcohol) mientras él cogía una cerveza de la nevera. Nos pusimos a hablar de literatura. Él apenas hablaba, yo dirigía la conversación y él asentía sin mostrar mucho interés. Le comenté que el libro que más me había fascinado era Las partículas elementales de Michel Houellebecq, que incluso tenía mucho que ver con la aparición de mi primer brote psicótico. Él no decía nada. Pasó el tiempo y me despedí, presentando mis excusas porque tenía que volver a comer a casa. Él me despidió amablemente y me regaló uno de sus libros, una novelita titulada Encuentro con el destino.



4.

Después de comer, me dispuse a hojear el libro. Leí el prólogo, escrito por un tal Bernardo Belmonte, en el que decía que era una obra que iba a revolucionar el panorama literario español, que no tenía parangón en la historia de la literatura. Pasé a leer directamente la novela y ¡he aquí mi gran sorpresa! En el capítulo 1 la primera línea decía: “Escribe aquí tu diario:” y el resto estaba en blanco. 236 páginas en blanco. No sabía si era una estafa o una genialidad.
Días más tarde, fui al bar La Faisana a intentar reencontrarme con él, ya no vino más. Jamás me atreví a presentarme en su casa. Cada vez que pasaba por el bar de la señora Pepi, le decía a la dueña.

-          ¿Qué? ¿Ha venido nuestro amigo, el escritor?
-          No, que va, me parece que ya no viene – decía impertérrita la señora Pepi.

Meses después, volviendo a “leer” la novela, decidí seguir su juego y comenzar a escribir mi diario en su obra. A ver si me encontraba con el destino. Después de desayunar, mi padre trajo los periódicos y cuál fue mi anonadamiento al ver que mi amigo se había encontrado con el suyo.
Una pequeña columna en la sección de sucesos de uno de esos diarios gratuitos decía: HALLADO MUERTO UN HOMBRE DE 65 AÑOS EN LA PLAZA LESSEPS TRAS ARROJARSE EN MEDIO DE LA CALZADA. Explicaba que la víctima –si se le podía denominar así- era revisor de contadores de gas y que tras perder su empleo, decidió quitarse la vida tirándose al tráfico circulatorio. La columna añadía que había sido mercenario en la guerra de Chipre y que tras acumular mucho dinero haciendo ese tipo de trabajos, se retiró en España dedicándose al trabajo de revisor de contadores de gas y al hobby de escribir “libros en blanco” (sic.) que regalaba a sus amigos.

¿Qué es lo que sabemos? Nada… -le dije a mi padre, sonriendo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario